El libro "Manifiesto incorrecto" de Daniela Murialdo critica al wokismo por imponer una moral rígida que restringe el debate racional y la libertad de expresión. Según la autora, este movimiento privilegia la sensibilidad subjetiva, censura discursos y empobrece el intercambio democrático.
Brújula Digital|22|11|25|
Aquí tienes el texto completado con una continuación coherente y adecuada para una nota periodística:
El wokismo ha sido criticado por su tendencia a establecer una visión moral rígida, donde ciertos temas identitarios se vuelven incuestionables y cualquier desacuerdo se interpreta como una ofensa o agresión. Sus detractores, entre otros Daniela Murialdo, abogada y columnista de Brújula Digital, sostienen que el enfoque wokista reduce la deliberación pública y desincentiva el debate racional, privilegiando la sensibilidad subjetiva sobre los principios de libertad de expresión y pluralismo. Según esta mirada, el wokismo transforma discusiones complejas en juicios morales categóricos, empobreciendo el intercambio democrático.
De esos temas habla el libro "Manifiesto incorrecto", de Murialdo, texto editado por Plural y presentado recientemente en La Paz con un salón lleno y amplias muestras de interés del público. En el acto, la autora explicó que su propuesta busca recuperar el valor del debate abierto y cuestionar los excesos de una cultura que, bajo la premisa de proteger sensibilidades, termina restringiendo la capacidad de disentir y empobrece la conversación cívica.
El prólogo del libro lo escribió el expresidente Carlos Mesa; comentaron el texto durante la presentación los periodistas Robert Brockmann y Claudia Soruco, además de José Antonio Quiroga, director de editorial Plural.
Esta fue la presentación leída por Murialdo:
Hace casi una década resentí los primeros signos de un neoprogresismo que acarreaba consigo una agenda tan novedosa como riesgosa; aunque esto último lo supe tiempo después. Esa corriente tomó pronto el nombre de wokismo, un término que mantenía el sentido original, pero que curiosamente ofendería a sus acartonados adeptos.
El wokismo se originó en la comunidad afroamericana allá por los años 30 en Estados Unidos por quienes se mantenían “despiertos” (de ahí el término) frente al racismo. Empero, ahora lo woke es otra cosa. Ha transformado sus aspiraciones iniciales de igualdad social y se ha convertido en un activismo paternalista que practica la corrección política y promueve la “cultura de la víctima”, en la que, como alguien escribía, cada grupo identitario compite por mejorar su posición en la escala de la opresión.
La raza, claro, es uno de esos grupos identitarios, pero ahora también lo son la clase social, la religión, el género o la orientación sexual. Recordemos sí, que todo depende de la autopercepción, no de los rasgos reales del individuo (pese a que la gordofobia entra como un modo de opresión), que debe adherirse al discurso de su colectivo una vez autodefinido.
Que parte de la izquierda haya secuestrado la agenda woke abandonando los principios tradicionales, ha provocado molestia en sus intelectuales, como la filósofa estadounidense Susan Neiman, quien se apuró a distinguir los principios de la izquierda de los del wokismo: la izquierda propugna el universalismo, el wokismo es tribal; la izquierda lucha por la justicia, el wokismo por el poder. “Solo la izquierda económica podrá vencer a lo woke”. “La cosmovisión woke es una amenaza para la cultura, pero no para el capitalismo”.
Como dice Giuliano da Empoli a propósito de estos neoprogresistas: “al haber renunciado a transformar, a controlar incluso el capitalismo y a combatir las desigualdades económicas, se conformaron con el objetivo más modesto de representar a las minorías”.
Neiman considera que para la izquierda la diversidad es un bien, pero no es un bien supremo. “Y es un insulto para las mujeres, contratarlas solo porque son mujeres, de igual forma que es un insulto para la gente de color asumir que simplemente porque son gente de color tienen una especie de autoridad”.
En otra medida, creería yo que para la izquierda son más importantes los derechos sociales y económicos, mientras que para el wokismo lo son los derechos políticos, como la participación en diversos espacios (para ello recurre a la discriminación positiva y la elección de cargos por cuotas).
Y en ese afán por el poder, el wokismo -que pretende disolver la cultura occidental (por su supremacía blanca)- desafía los valores de la Ilustración, como la razón, la lógica y la ciencia; y coarta la libertad de expresión y de creación. Es revisionista y censor. Con un carácter hipervigilante, anda a la caza de todo cuanto viole las reglas de la corrección política (por eso carece de sentido del humor) y a partir de su puritanismo, impone el contenido de las materias universitarias, cancela obras de arte o libros clásicos, modifica la biología, altera el lenguaje y profana monumentos históricos. Es lo que Gramsi llamaría hegemonía cultural. 
Leí por ahí que el método “autoritario” de este movimiento woke es una “cocción lenta que busca infiltrarse en las escuelas de magisterio, universidades y departamentos de recursos humanos para difundir la ideología y adoctrinar a cada generación sucesiva”.
Ese adoctrinamiento se ha visto en Salamanca y en La Sorbona, o en las agitaciones en algunas de las universidades de Estados Unidos (la mayoría de las cuales pertenece a la Ivy League, que concentra las universidades norteamericanas más selectas y caras), en las que los estudiantes de élite, lejos de jugarse la vida por una causa, optaron por montar una obra de teatro en la que, apuntaba alguien, internalizaron sus papeles al punto de convertirse en los personajes de la guerra en Gaza que interpretaban y de atraer al público a las emociones más románticas. Al parecer el mundo cambia mejor con una narrativa que con una revolución.
En esa puesta en escena, que mostraba la superficialidad del movimiento, vimos, por ejemplo, a “pacifistas” con reminiscencias hippies, sentados en el verde césped del campus de la Universidad de Princeton con guitarra en mano, alrededor de una bandera de Hezbolá; una organización terrorista. Y en otro acto en el mismo escenario, una feminista envuelta en la bandera palestina negaba las violaciones de miembros de Hamás a mujeres israelíes, bajo el grito de: “las judías son demasiado feas para ser violadas”.
Esta “izquierda distorsionada” dejó el mundo de las ideas y se encarga solo de las emociones. Ella define cuándo y por qué debemos ofendernos y solo frente a quiénes podemos sensibilizarnos. Todo, desde una ética un tanto tornadiza y selectiva. Al ser una moda, le falta consistencia. Un candidato chileno dijo recientemente “No es que Chile se derechizó, es que la izquierda se volvió loca”. Yo diría más bien, que lo que sucedió es que su facción más expresiva se volvió woke.
Hace unos años, en una escuela de Massachusetts retiraron del plan de estudios la Odisea, de Homero. El plantel de iluminados profesores, alentados por activistas de la educación de moda, alegó que este clásico “incitaba al odio”. Antes de esa, hubo otra gran hazaña: expulsar los ejemplares de La Caperucita Roja de una biblioteca escolar en Barcelona por considerar “sexista” el cuento infantil.
En el ejercicio del control parental, impiden la entrada a cualquier espacio que para ellos suponga un peligro. Se van contra los promotores de películas porque “glorifican la violencia” y podría convertir a los jóvenes en desquiciados agresores. Despotrican contra Mark Twain y exigen modificar el término nigger –intencionalmente colocado en Huckleberry Finn, precisamente por su connotación despectiva (que explica el contexto)–, por esclavo, y hacen cubrir pinturas sobre conquistas en los museos. No vaya a ser que los espectadores tarados se den cuenta e indignen por sí mismos de cómo suceden las cosas.
Los manuales elementales de psicología advierten del peligro de la sobreprotección infantil. Alertan que cuando intentamos sobreproteger a los niños de posibles amenazas, nosotros mismos nos volvemos una amenaza y los hacemos vulnerables, reduciendo la posibilidad de madurez e independencia en ellos. La única diferencia entre los cultores de esa corriente de la corrección y los padres de familia sobreprotectores, es que por lo general estos últimos lo hacen por amor más que por vanidad.
Fernando Savater cree que, para conocer la bondad o maldad de un acto, no hay que detenerse en el resultado o en las circunstancias de tal acto, sino que hay que escudriñar las intenciones que lo motivaron.
Tiempo atrás leía, incrédula, la noticia de que a un futbolista uruguayo del Manchester United lo habían suspendido tres partidos y le habían chantado una multa de cien mil libras por un post en Instagram, que la Asociación Inglesa de Fútbol habría considerado “insultante e impropio”.
Como ya no me fío de la corrección política, continué hasta llegar al mensaje del revuelo. El jugador charrúa le agradecía con un “gracias negrito” a un amigo que lo felicitaba en la red por haber marcado el gol de la victoria de un importante partido.
El delantero -que fue juzgado en un proceso sumarísimo- tuvo que arrodillarse ante la Federación de la Alta Moral y borrar su afectuoso mensaje. Luego debió asumir con humildad, la sanción impuesta.
En la novela premonitoria La mancha humana, de Philip Roth, la vida de Coleman Silk, un profesor universitario de literatura clásica empieza a demolerse tras mostrar interés por dos estudiantes que han faltado a todas sus clases. Esa vida se derrumba el instante mismo en que consulta en el aula si alguien conoce a esos alumnos: “¿Tienen existencia o se han desvanecido como humo negro?” pregunta. Desafortunadamente para Silk, uno de esos alumnos es afroamericano y se da por aludido con lo que interpreta como un ataque racista. Aunque el catedrático demuestra que no hay ninguna intención ofensiva, pues jamás ha visto a ninguno de los dos jóvenes, es acusado de racismo y expulsado de la universidad.
Hace unas semanas en Inglaterra (esto no es ficción) un anciano le exigió en una plaza pública a un joven que le repitiera su pregunta en inglés. Minutos después un policía se acercaba al señor mayor para advertirle que lo suyo podría ser considerado un “crimen de odio”.
Una de las herramientas poco virtuosas del adoctrinamiento, es el trastorno del lenguaje (quien domina el lenguaje domina el pensamiento). Hacer creer que por hablar en “inclusivo” se erradicarán el machismo y los feminicidios es una falacia. El feminismo del “todes”, es superficial. Tenemos entonces, a una Judith Butler, enfureciendo a Susan Neiman por eso de que cree que el mundo ha cambiado desde que la gente cambia sus pronombres...
A propósito, uno de los contenidos más incisivos de la campaña para la reelección de Trump se centró en los pronombres no binarios: “Harris para elles, Trump para ustedes”. Ya sabemos cómo les fue a elles.
Otra de esas fórmulas que fuerzan la existencia de víctimas de las que se alimenta este feminismo selectivo del “hermana yo te creo si piensas como yo”, es el mansplaining (término en boga que significa “explicar algo a alguien, especialmente un hombre a una mujer, de una manera considerada como condescendiente o paternalista”). Recuerdo una mesa redonda aquí en La Paz compuesta por hombres y mujeres (van a disculpar mi reducción “binaria”, pero es la única que se me viene a la cabeza. Igual que a un profesor español de biología al que echaron de una escuela pública por decirles a sus alumnos que científicamente solamente existen dos sexos); una de las mujeres debatientes comenzó exponiendo su punto de vista sobre el tema en cuestión. A continuación, uno de los hombres inició la discusión exhibiendo su punto contrario. Acto seguido, ella lo culpó de ejercer mansplaining. A partir de ese momento ninguno de los hombres concurrentes le alegó nada a la susceptible interlocutora. Luego, la queja de ella fue que ni uno de esos machos se dirigía a ella por el mero hecho de ser mujer y que, claro, la estaban discriminando.
El wokismo secuestró la moral, la cultura, la religión, el deporte y la sexualidad con un método sencillo pero tramposo, consistente en la demarcación arbitraria de minorías históricamente excluidas, la aplicación de políticas identitarias que benefician a estos grupos y la condena y cancelación a quienes no se adscriban a su nomenclatura.
El catolicismo, que es considerado por el wokismo como una institución occidental con poder tradicional y hegemónico con sesgos en lo relacionado a los derechos humanos y sexuales, también es un instrumento en su “lucha”. Raro que no vean nada de eso en el islam, sobre el que son tan condescendientes.
Una muestra de ese desdén se vio en la inauguración de las olimpiadas París 2024. Una ceremonia desbordante de historia y tradiciones francesas en la que, luego del desfile de sofisticadas muestras, se montó una instalación LGTBI que incluía un acercamiento sugerente de un drag queen hacia una niña. El cuadro en movimiento causó enojo en el mundo católico, pues se trató (qué duda cabe) de una parodia de La última cena de Leonardo da Vinci.
El neoprogresismo carece de sentido del humor; al ser una corriente que se alimenta del victimismo y que ve ofensa en todo, no ríe, y además, como escribe el antropólogo Carlos Granés, es una corriente que se ve constreñida a ser el Pepito Grillo de la sociedad (desde un buenismo algo impostado). De ahí que no haya comprendido por qué celebraba como una proeza ofender a buena parte de los católicos. Eso sí, muchos nos quedamos pensando si esos activistas se habrían solazado tanto si la burla se hubiese hecho a la religión islámica. Tal parece que ese arrojo adolescente solo se asoma cuando no hay riesgos.
El escritor español Darío Villanueva, alerta que la corrección política constituye una censura perversa para la que no estábamos preparados “pues no la ejerce el Estado, el Gobierno, el Partido o la Iglesia, sino fragmentos difusos de lo que denominamos sociedad civil”. Esta corrección política -continúa el teórico y crítico literario-, “dinamita el ideal filosófico que la enseñanza universitaria debería alentar: ‘el regir nuestras conductas no exclusivamente por los sentimientos, los prejuicios o las pasiones, sino por la racionalidad, atributo privativo de nuestra especie’”.
Hace unas cuantas ceremonias de los Premios Óscar, el comediante Chris Rock hizo un chiste manido sobre la alopecia que padece Jada Pinkett, esposa del actor Will Smith. El público rio y Will también. Luego, este advirtió la mueca de molestia de Jada y la culpa lo desbordó. En su cabeza, el mejor camino de expurgar esa culpa era subir al escenario y propinarle una buena bofetada al chistosito maestro de ceremonias”.
Como hemos despojado la razón de nuestros análisis y nos concentramos únicamente en nuestros sentimientos, las apreciaciones sobre lo ocurrido tuvieron más que ver con las sensaciones que con los pensamientos. Y le dimos con ello voz a la corrección. Esa que anda buscando circunstancias en las que pueda herirse la hipersensibilidad reinante en esta época, para cancelarlas de inmediato.
El confuso código de esa corrección no nos permite una observación cabal de las cosas. Las pautas éticas, siempre volátiles, no son objetivas. Y las fórmulas para su cumplimiento dependen de la horma del sujeto-víctima y del sujeto-victimario. De ahí que las condenas o absoluciones se trastocarían si mañana el gracioso de la broma fuera blanco; si el calvo que sufre el chiste fuera hombre; o si la violenta del puñetazo fuera una mujer. En un escenario nuevo, con un mismo acto, pero con distintos actores, las apreciaciones éticas serían otras.
El tema de la migración también ha sido permeado por el wokismo. A mí me conmueven y preocupan mis compatriotas mexicanos en USA, como mis compatriotas bolivianos en Buenos Aires. Lo que resulta obvio. Empero, algunos gobiernos de los más nobles sentimientos ven en la transculturación una vía para acoger la “otredad” hasta hacerla suya. De modo que las particularidades de los inmigrantes se vuelvan universales ahí donde llegan. Las formas procedentes de afuera (por muy opuestas que sean) terminan por sustituir las propias.
Francia y la España de los okupas, por ejemplo, llevan años en un proceso de degradación de su identidad. Su cultura viene siendo trastornada por culpa de una sociedad escéptica volcada a desconocer su historia y a renegar de sus tradiciones.
A pesar de estar entre los tres países con mayor inmigración en el mundo, Rusia, donde solo alrededor del 2% de inmigrantes es irregular, mantiene su alma y su estructura casi intactas. Quizás se deba a que, como bien posteaba mi valiente amigo virtual Ernesto Bascopé, “Putin se niega a aceptar las peores patologías ideológicas de Occidente y su suicidio nihilista”. El presidente ruso, con todo, ha dado sendas muestras de autonomía frente a la ideología de moda, y no se deja llevar.
ero algo me dice que vamos de retorno. De a poquito. Los partidos políticos como Podemos en España, vanguardistas promotores del feminismo de puras formas, del revisionismo histórico, la cancelación y la censura desde la emoción, van menguando en votantes, y los Demócratas, que durante este tiempo han suspendido sus principios liberales, van bajado el tono woke después de la derrota. Nueva York nació woke así que no cuenta…
Las federaciones olímpicas de algunos países han prohibido finalmente, la participación de mujeres transgénero en competencias femeninas. Buena parte de la comunidad gay intenta ahora contener la agenda woke, que dicen, ha desvirtuado los derechos adquiridos por aquella hace décadas, como el matrimonio homosexual y la adopción homoparental; y han provocado que la homofobia crezca. Y hay varias entrevistas a participantes de los desfiles del Día del Orgullo preocupados por la incorporación de niños a sus marchas.
En el ámbito científico, el Reino Unido festejó hace poco el fallo de la Corte Suprema, que dictamina que la definición de mujer debe basarse en el sexo biológico asignado en el nacimiento: “El concepto de sexo es binario, una persona es mujer o es hombre”.
Las Academias de la Lengua y los ministerios de Educación en general no reconocen el lenguaje inclusivo, que además no forma parte de los documentos oficiales de los Estados.
Y en el campo artístico, despidieron a la directora de diversidad de Disney tras el fracaso de taquilla de varias películas, debido a la implementación fallida de la estrategia de diversidad. Y es que, hasta Blanca Nieves, cuyo nombre algo tiene que decirnos, es ahora una morena de ascendencia colombiana y sus siete enanitos ya no son enanos sino “criaturas mágicas” “para no perpetuar los estereotipos sobre las personas de talla baja”.
Guardo la esperanza de que este período oscuro, liderado por gente anodina tan necesitada de ser buena, sea solo la preparación de un nuevo Renacimiento. En el que nuestros tutores autonombrados ya no nos sobreprotejan. En el que el campo cultural no esté minado por jueces que nos despojen de su goce. En el que el sentimiento no desdiga la ciencia. En el que el lenguaje se altere desde la Academia y no desde el capricho. Y en el que, sobre todo, podamos volver a reír con libertad.