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Cultura y farándula | 19/10/2025   06:22

Días perfectos y una batalla tras otra: variedades de la resistencia en tiempos sombríos

El arte es un escape, una tregua, una pausa: algo que nos permite respirar mejor en días oscuros, como estos.

Foto RRSS.
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Brújula Digital|19|10|25|

Tres tristes críticos

1. El arte como autoayuda. Un amigo que detesta los muchos –y con frecuencia dudosos– productos de la próspera industria de la autoayuda sostiene que, bien entendida, la lectura de la mejor literatura también puede ser eso: una manera de autoayudarse.  La idea es antigua: ya Aristóteles pensaba que la catarsis era un beneficio principal del consumo de tragedias, una purificación posible porque, en la contemplación de esas imitaciones de la vida, nos ejercitamos en el arte de entender y sobrellevar la realidad. La versión cinematográfica de esta vieja creencia es esta: el mejor cine es ese que nos ayuda no solo a desahogarnos, sino a imaginar nuestro lugar en el mundo.   

 2. El escapismo terapéutico. Hay, por supuesto, otras versiones de este asunto. La más popular es aquella que postula, con abundantes verificaciones anecdóticas y testimonios personales, que para lo que sirve el arte es para que suspendamos u olvidemos por unos momentos los asedios inmisericordes de la realidad. En su versión común, lo que dice esta creencia es que la realidad es ya lo suficientemente triste y dura como para que prolonguemos esa dureza y tristeza con nuestros consumos culturales. El arte es un escape, una tregua, una pausa: algo que nos permite respirar mejor en días oscuros, como estos. 

3. Dos versiones de la resistencia. Dos buenas películas recientes de dos grandes directores suponen, sin decirlo, el mismo punto de partida: que el mundo está mal, muy mal. Sean esos males los malestares del capitalismo tardío –con su consumismo ansioso y extenuante– o las violencias e injusticias de variados autoritarismos globalizados, está claro que no somos felices y que hay que buscar o ensayar otras formas de vida.

4. Días perfectos. En esta cinta, que marca el regreso en regla de un director por décadas extraviado en proyectos fallidos –el octogenario Win Wenders, responsable de un par de clásicos ochenteros: París, Texas y Las alas del deseo–, un hombre japonés entrado en años (el gran actor japonés Koji Yakusho) pasa sus días según las pautas y los ritmos de rutinas mínimas y claras: se levanta, se viste, toma un café de máquina y empieza su jornada laboral (limpia baños públicos en Tokio). 

Además del placer que parece provocarle un trabajo de limpieza bien hecho, este hombre –Hirayama– alienta otros más comprensibles: escucha y colecciona la música que ama (rock, blues), lee libros (solo uno a la vez, de principio a fin), toma fotografías de árboles y duerme tranquilo en un pequeño apartamento casi vacío. 

Algunos días va al sento de su barrio, esos lugares de reparación a través de duchas, saunas y jacuzzis. Aunque se sugiere elípticamente una vida previa de riquezas y privilegios, de trabajos gerenciales y ocupaciones prestigiosas, Hirayama es perfectamente feliz con su vida de actos mínimos y placeres directos. 

Sigue, así, un añejo modo de resistencia a las miserias del mundo: retirarse hacia una vida despojada y simple, concentrada en pocos, pero comprobados consuelos (la música, los libros, el agua, los árboles, las rutinas laborales). 

Y esos actos cotidianos y mínimos adquieren –como suele suceder en las películas de Wenders– un aire sacramental, como si el hecho de levantarse cada día al amanecer o el de leer un libro antes de dormirse fueran material suficiente para crear esos “días perfectos” a los que la película dedica sus evidentes dones de representación y elegía. Y todo esto remata en uno de los más conmovedores y misteriosos finales del cine reciente (un final que ha provocado una intensa discusión entre los comentaristas).

5. Una batalla tras otra. Paul Thomas Anderson tiene la doble distinción de ser el más celebrado director, en el mundo, del último cuarto de siglo y, de paso, de ser el autor de una obra en la que no hay fracasos: de sus diez largometrajes a la fecha, todos son buenos y por lo menos seis han sido llamados ‘obras maestras’. 

De hecho, y una vez más, un casi unánime consenso de críticos ha calificado de ‘obra maestra’ su última película, Una batalla tras otra. Esta es la segunda de sus adaptaciones de una obra del novelista Thomas Pynchon, uno de los autores mayores de la literatura en lengua inglesa del último medio siglo (y que ocupa un lugar crítico cercano al que, en castellano, sigue disfrutando Roberto Bolaño). 

Puede ser que una cierta familiaridad con la obra de Pynchon ayude con esta película, por cuestiones de tono: el suyo es un universo histórico y político abrumado por referencias y trivia, parodias y paranoias, caricaturas y chistes de vaudeville. En esta cinta (basada libremente en la novela Vineland de Pynchon), los protagonistas son un viejo revolucionario retirado (un perfecto Leonardo diCaprio), la pareja muerta o desaparecida, la hija en peligro y un ultravillano (un exuberante y monstruoso Sean Penn). 

Escena por escena, es difícil reprocharle algo a Anderson: por diversas virtudes, cada una de sus secuencias es prodigiosa. Pero como en las novelas de Pynchon –que son tal vez un gusto adquirido– no es difícil perderse entre los distintos registros a la vista: ¿esto es melodrama o parodia? ¿sus revolucionarios son figuras trágicas o cómicas?, el tratamiento nazi de los inmigrantes indocumentados –algo que sucede ahora mismo en Estados Unidos y que la película muestra– ¿es buen material para una semicomedia de enredos con aspiraciones a “película de acción”? 

Mientras esta última discusión sigue su curso –con opiniones mayoritariamente favorables a la película–, lo que es obvio es lo siguiente: Anderson, como Pynchon, cree que, a pesar de su tendencia a parecerse a la farsa, los actos de resistencia son posibles y necesarios. Ya no retirarse o protegerse en una discreta y controlada rutina de placeres, sino salir al mundo y enfrentar sus miserias como podamos (y probablemente sin mayor consecuencia): esa es aquí la alternativa.  



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