Brújula Digital|10|09|25|
Raúl Teixidó
En la madrugada del 11 de agosto de 1917, un acceso de tos –al que sucedió una profusa hemorragia—vino a certificar, inequívocamente, que Kafka padecía tuberculosis, enfermedad, por entonces, letal a mediano o largo plazo (se la combatía con tratamientos únicamente paliativos, cuya finalidad era ralentizar al máximo su inexorable progresión.
Por lo demás, el incidente no le sorprendió demasiado.
A su modo de ver, el permanente stress, derivado de la pugna por satisfacer sus legítimas aspiraciones literarias y el prosaico y frustrante modus supervivendi que sobrellevaba, había allanado «concienzudamente» el camino a la enfermedad: «como si el cerebro dijera así no vamos a ninguna parte y los pulmones, al cabo de cinco años, se declarasen dispuestos a ayudar»-
Tocaba, pues, hacer sitio a un huésped indeseable y pernicioso que le robaría energía vital y buena parte del aire que respiraba.
La salvaguarda de su salud (aún no deteriorada gravemente) empezaba por acogerse a la baja temporal que le extendió el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo en el que Kafka prestaba servicios hacía ya nueve años.
Las jornadas a tiempo completo, encerrado en la aborrecida «oficina», fueron reemplazadas por generosas dosis de sol, aire libre y reposo en Zürau (Bohemia), entre agosto de l917 y mayo de 1918.
Su hermana Ottla tenía allí una pequeña granja y Kafka se permitió incluso «hacer pinitos» como agricultor y jardinero y, sobre todo, efectuar largos y solitarios paseos por un bosque cercano. Un entorno bucólico, «similar al Paraíso después de la expulsión del Hombre», con todas las horas (diurnas y nocturnas) a su entera disposición.
Max Brod, al corriente de los hechos, confiaba en que su dilecto amigo, haciendo de la necesidad una virtud, aprovechase esa circunstancia para retornar a la esencia de sí mismo, es decir, la escritura, infatigablemente reivindicada por Franz.
Así aconteció, en efecto, si bien Kafka, en vez de retomar el hilo de sus trabajos inconclusos, se ensimismó en la redacción de sus peculiares Aforismos (sentencias de breve extensión y marcado acento filosófico), transcritos meticulosamente en cuartillas de 14’50 x 11’50 cm, numeradas y escritas en una sola cara, en letra minúscula y casi ilegible (incluida alguna que otra nota al margen), conocidos, desde que Max Brod los publicara, como los «cuadernos en octavo de Zürau».
Los Aforismos ocupan, por derecho propio, un lugar destacado en la obra del autor.
Representan, en conjunto, un auténtico compendio de aseveraciones e íntimos deslumbramientos y, al mismo tiempo, un personalísimo legado ético y filosófico, aunque no es menos cierto que, debido a su abstracción conceptual, hermetismo y ambigüedad, desalentaron a los lectores habituados a la concisión y transparencia de su prosa, que se cuenta entre las más excelsas de la literatura alemana.
Descubrí a Kafka a principios de la década de los 60 y sus Aforismos, en la edición de sus obras completas (Emecé Editores, S.A. Buenos Aires, 1964), magníficamente prologada por Carmen Gándara.
Sería más apropiado decir que me di de bruces contra ellos, como me había ocurrido hacía poco con El concepto de la angustia, de Sören Kierkegaard (filósofo danés precursor del existencialismo) a quien, por cierto, Kafka leía con asiduidad.
Abrumado ante aquella insólita muestra de su talento (me refiero a Kafka), intenté trasponer el muro infranqueable de sus enigmáticas reflexiones, resignándome más tarde a darme por vencido y a pasar de puntillas por esas páginas, como si sortease una alambrada repleta de afiladas púas.
Fue menester el transcurso de casi un siglo para que un estudioso contemporáneo de su obra, Reiner Stach –sin duda, el más lúcido y competente de todos ellos-- desentrañase el sentido de los Aforismos (una verdadera travesía por el desierto), con celo digno de un moderno Champollion.
El propio Reiner Stach puntualiza respecto a su ardua y esforzada labor: «Los Aforismos de Kafka encierran una extrema condensación lingüística y plástica, al límite de la comprensibilidad (...) Gélidas cumbres de abstracción cuyo significado solo es posible descifrar luego de varias lecturas».
Añadamos, sin embargo, que los Aforismos no constituyen, necesariamente, una colección de textos arcanos e indescifrables en su totalidad ni son, muchísimo menos, un mero divertimento para consumo propio.
Los hay sobradamente legibles e inteligibles, que permiten calibrar la grandeza de espíritu del autor y su compromiso con la condición humana: Kafka no era un habitante del Olimpo, un personaje mitológico, sino un ser humano que soportaba un combate interior sin tregua, en el que se alternaban fortaleza y debilidad, afirmación y contradicción, incertidumbre y clarividencia.
Creía firmemente en la existencia de algo indestructible en nuestro interior, que nos redimía como individuos y, al propio tiempo, nos vinculaba al resto de la humanidad.
Admiraba, a la vez, a las personas que contribuían al bien común en sus diversas manifestaciones, a través de su actividad creativa, social o filantrópica y, especialmente, a quienes tenían el coraje de fundar una familia y sacarla adelante con el fruto de su esfuerzo (matrimonio y vida profesional, en otras palabras), hitos inaccesibles para él, particularmente inepto para la sociabilidad y la convivencia: «el camino hacia el prójimo es interminable».
El lector bien merece una propina «en forma de aforismos», ya que estamos en ello.
En versión española de Luis Fernando Moreno Claros, me place consignar los siguientes:
El camino verdadero pasa por una cuerda que no está tendida en lo alto, sino apenas encima del suelo. Parece más destinada a que tropecemos en ella en lugar de rebasarla.
Si hubiera sido posible edificar la torre de Babel sin escalarla, habría estado permitido.
Escondites, hay, incontables, salvación, solo una. Pero posibilidades de salvación, tantas como escondites.
Antes no comprendía por qué no recibía ninguna respuesta a mis preguntas. Hoy no comprendo cómo pude creer que tenía derecho a preguntar.
Los perros de caza juegan en el patio. La presa, que aún corretea por el bosque, no se les escapará.
Nuestro concepto del tiempo hace que llamemos Juicio Final a lo que, en realidad, es un juicio sumario.
Se sorprendió de cuán fácilmente iba por el camino de la eternidad: era que lo estaba recorriendo, a toda velocidad, hacia abajo.
Versión alternativa: Sería capaz de recorrer el camino de la salvación solo si se abriera hacia abajo.
A medida que su salud empeoraba, Kafka se vio en la necesidad de emprender un resignado periplo por clínicas y sanatorios de alta montaña (Matliary, Sindermühle, Planá, Wienerwald) en procura de una imposible recuperación. Última parada, Kierling (Klosterneuburg, Austria), donde falleció el 3 de junio de 1924, en condiciones de extremo deterioro.
Raúl Teixidó es escritor boliviano radicado en Cataluña