La muerte de Hans van den Berg (OSA) ha conmovido a muchos, y aunque se sabe que la muerte es un estado de perfección que en vida eterna se revierte, la muerte de un amigo duele…
Hans van den Berg llegó a Bolivia allá por los años sesenta del siglo pasado. Venía cargado de entusiasmo tras haber meditado —me lo dijo alguna vez— sobre el texto de Isaías: “No temas, porque yo estoy contigo […] siempre te ayudaré”. Treintañero entonces, y tras haber concluido sus estudios superiores de maestría en Utrecht, se dedicó con denuedo a la vida pastoral en sud Yungas para luego escribir su sorprendente tesis doctoral “La tierra no da así nomás” que defendió con honores en la universidad de Nimega, obteniendo así su doctorado en Historia de las religiones. Entonces empezó su andadura académica en Bolivia, primero en el Instituto Superior de estudios teológicos (ISET) en Cochabamba, luego como vicerrector de la Universidad Católica también en Cochabamba para luego ejercer el Rectorado nacional de la Universidad Católica Boliviana en La Paz, donde incluso podría decirse que fue el rector con las más altas calificaciones académicas en los cincuenta y nueve años que tiene la universidad.
Venido de su querida ciudad de Haarlem, en Holanda donde nació, el padre Hans, cuando llegó a Bolivia, quedó fascinado con el paisaje; se maravilló con sus múltiples y variadas culturas y se quedó aquí para recordarnos cuan valiosas eran estas culturas. El hecho no es casual: se hizo “amigo” de todas ellas, las estudió con esmero: con seriedad científica, y trabajó incansablemente para hacerlas más conocidas no sólo entre nosotros mismos sino en el mundo entero. Sus libros, sus numerosos artículos en publicaciones y revistas, su biblioteca etnológica, creada por él en Cochabamba, en fin, su vida misma dedicada a esos afanes, lo atestiguan. Y así fue cómo decidió que para él las distancias no eran nada, que su Holanda del alma estaba aquí, con él, en él mismo.
Su sorprendente bibliografía incluye más de treinta libros, alrededor de ochenta artículos en revistas y publicaciones de Bolivia y otros países. Ni qué decir de sus innumerables charlas, conferencias y otras tantas disertaciones académicas en universidades y centros culturales de varias partes del mundo. Los dos últimos volúmenes de sus bibliografías de los pueblos originarios de Bolivia, por él mismo reunidas, son francamente impresionantes. ¡No cabe duda, una vida académica sorprendente!
Si a mí me dieran a elegir, de entre los amigos de cuya amistad me precio, quienes marcaron reciamente huellas en mi vida, no me cabe la menor duda de que tendría que hablar de Hans van den Berg, porque haberlo conocido fue para mí una ganancia: una ganancia que difícilmente puedo hoy mismo valorarla en su justa medida.
El padre Hans, como yo le llamé siempre, fue un hombre que, contra toda conjetura, era capaz de mostrarse de pronto adusto, esquivo, tierno, paternal; ora distante, sentimental hasta las lágrimas; de repente impresionable, repentinamente erudito. Eso sí, nunca autoritario ni violento y menos grosero. Un alma generosa, un espíritu indomable y, sobre todo, un cultivador de la amistad como pocos he conocido; consideraba que la amistad es un tesoro: un tesoro que él supo atesorar con inteligencia y bonhomía.
Decidor de historias y anécdotas que merced a la franqueza esencial de su edad resultaban fascinantes, era capaz de conmover por la viva realidad con que las contaba, con sencillez, porque las había vivido en persona. Comentaba con vehemencia incansable y entusiasta las incontables novelas que había leído en su vida –difícilmente se podía hablar delante de él de alguna que pudiera, por casualidad, no haberla conocido; era mejor no hablarle de historia y mucho menos de historia de las religiones puesto que era, como ya se dijo, doctorado en historia de las religiones. Y si por casualidad se hablaba con él acerca de las más de treinta etnias que habitan en Bolivia, se recibía, en provecho, una clase magistral sobre las cosmogonías de cada una de ellas con los datos geográficos, étnicos e históricos apropiados. Pocos bolivianos podrían hacerlo con tal pertinencia…
Buen sacerdote agustino, como lo fue siempre, vivió con entusiasmo el carisma de su orden: “crear una comunidad para servir y una amistad para vivir plenamente”; tal y como san Agustín lo dijo. Y en esto el padre Hans era un ejemplo viviente de un actuar coherente y verdadero consigo mismo; eso le dio la serenidad que manifestó en su vida, junto a la fidelidad a sus principios religiosos y morales de los que, en su manera de ser, hizo siempre gala.
El tren de la vida seguirá su marcha, y en esa marcha el padre Hans será recordado siempre, sobre todo en una época en la que, aparte de la dualidad clásica entre la cultura erudita y la cultura popular, ha hecho irrupción la “cultura de masas” que, unida a la “urgencia” de vender más, está prácticamente acabando con la idea moral de la cultura: campea, sin piedad, el “culto a lo banal”, a la vulgaridad, a las expresiones fáciles y sin contenido; donde no hay que pensar ni reflexionar, donde no importa ni la forma y menos el contenido. Pocos hombres como él ayudaban a superar con sobriedad estas angustias. Por eso fue tan bueno tenerlo entre nosotros.
Por lo demás, padre Hans, las enseñanzas que nos dejas en tu andar por esta patria boliviana que la hiciste también tuya, son el mejor legado que tendremos siempre de ti. Hoy te homenajeamos como al maestro de una obra generosa: de una vida ejemplar. El tiempo ha de encargarse de recordarnos que el rasgo más hermoso, más humano, más espiritual de tu presencia entre nosotros será, por siempre, la amistad que a tantos bolivianos nos has regalado tan bondadosamente.
¡Llega hasta donde no puedas! ¡Padre Hans amigo!
Carlos Rosso es músico, director de orquesta