Su pretendida profundidad intelectual es signo de una especia de muerte espiritual: de un extraño orgullo por su incapacidad de goce.
Brújula Digital|16|07|25|
Bernardo Prieto
No hay cosa que me cause más impaciencia que los aduladores mezquinos de la “alta cultura”, de aquellos que, en una operación ahistórica, confunden su culto por los muertos con el desprecio por lo popular y lo pequeño. Borges, aquel poeta menor, describió a este típico gramático del buen gusto en un ensayo divertidísimo: “Las alarmas del doctor Américo Castro”. Por otra parte, es precisamente la obsesión de estos personajes con el pasado, en cuanto pasado, lo que les impide “sentir y gustar las cosas internamente” (es decir, en una imagen: son aquellos que sienten vergüenza de bailar en una fiesta, pensando que su compostura es un signo de virtud y no la falta de alegría y espontaneidad).
Y es que para estos “hombres de letras”, el trabajo de los “grandes genios” no es más que una adenda que les ayuda a emparentarlos con un pasado glorioso, aunque ilusorio. Pues han hecho de un simple nombre la garantía de la más pura genialidad (llevando el argumento ad hominem -hay que reconocerles su tenacidad- hasta las últimas consecuencias: ad absurdum).
A este tipo de cultores de los clásicos se los reconoce por una prosa soporífera y zalamera, y por discursos confesionales o, peor aún, retóricos. Y es que como divulgadores son malos estrategas. Por eso presentan al Quijote (un libro cómico y ligero) como un monumento a la lengua castellana; a Goethe (poliédrico como un auténtico adolescente) como cultor de la armonía o, peor aún, de la desdicha; a Dante (un filósofo sutil y dulce) como una especia de catequista excesivamente culto (Y ni hablar de lo que, en nuestros pagos han hecho con Tamayo, Arguedas o Zavaleta Mercado). Esperando, por poner un ejemplo, que la gente simpatice con un político, no a pesar de sus defectos sino precisamente por ellos.
A estos nuevos filisteos se los reconoce porque suelen acompañar estos ilustres nombres de adjetivos difíciles pero vacíos. Pues, al mismo tiempo que proclaman la grandeza de Shakespeare, circunscriben su culto, como todo culto, a una secta de elegidos. Y es que la pedantería y la ignorancia o, mejor dicho, una ignorante pedantería los caracteriza.
Y no es que desconozcan –o quizás sí– que, por ejemplo, Shakespeare era, junto con muchos otros dramaturgos, el Netflix de su era; que el teatro griego se realizaba en medio de una fiesta (por usar un nombre más que formal para dichas celebraciones), y que Mozart componía, más allá de su disciplina y talento, principalmente por dinero. Son aquellos que insisten leer en mal francés a Baudelaire, sabiendo que su público no conoce aquella lengua, y al mismo tiempo, los que en nombre de la civilización occidental se rasgan las vestiduras cuando sus colegas canturrean (y disfrutan) de una cumbia o un reguetón (cumbia y reguetón son parte de la civilización occidental). Y es que cuando hablan no dicen absolutamente nada, es más elocuente cualquier tipo de silencio.
Y aunque en las páginas de algún mal poeta es posible encontrar algún pasaje hermoso que justifique su peculiar afición al terrorismo lingüístico o, de la misma manera, en las páginas de algún aburrido profesor universitario, es también posible encontrar alguna intuición luminosa escrita casi por descuido (Umberto eco dixit). Es importante recordar la ley que dice que el paraíso está a la vuelta de la esquina: que la belleza puede porvenir de cualquier parte (Ratatouille dixit) y que cada segundo es aquella “pequeña puerta por donde puede entrar el Mesías”.
Por esto mismo, hay que aplicar esta misma ley con estos “hombres de letras”: pues sus palabras mediocres, en el mejor de los casos, de vez en cuando, pueden resultar no graves y profundas sino mortalmente divertidas. (Y es que la comedia, esto lo sabía muy bien Platón, es superior a la tragedia). Pues, su pretendida profundidad intelectual es signo de una especia de muerte espiritual: de un extraño orgullo por su incapacidad de goce. Un verdadero clásico de nuestro tiempo, José Bergamín, se lamentaba de la decadencia del analfabetismo, no le faltaba razón.
Bernardo Prieto es ensayista.