Brújula Digital|15|06|25|
Mauricio Souza Crespo | Tres Tristes Críticos |
1. A los 10 minutos de haber terminado El esquema fenicio –el último largometraje de Wes Anderson, ahora en cartelera– ya había olvidado, casi por completo, su trama. Me dicen los que la vieron con más atención que yo que la película tiene algo que ver con un excéntrico billonario al que, durante los años 50, vemos desplazándose de aquí para allá en la persecución de un meganegocio (el “esquema” del título) que Anderson, su célebre director y guionista, no tiene ni el interés ni la paciencia de explicarnos.
2. Entre las luminarias de su generación de realizadores norteamericanos (digamos los nacidos entre 1961 y 1971: Quentin Tarantino, Steven Soderbergh, Paul Thomas Anderson, Sofia Coppola), Wes Anderson ocupa hoy el lugar o cumple la función que, hace 20 años, ocupaba y cumplía Woody Allen: la del artista independiente que, más famoso que las películas que hace, vive de la repetición sinfín de las mismas ideas y de las mismas imágenes. Hay por eso, a estas alturas, un establecido “estilo Anderson”, con su repertorio rutinario de tics y obsesiones visuales, con su forma excéntrica de contar las historias (o de no contarlas), con su insistente preferencia por la sobreactuación de sus actores, que recitan sus diálogos como si estuvieran fumados hasta las cejas en medio de una mala farsa escolar.
3. Sucede con Anderson lo que sucedía con Woody Allen hace 20 años: es difícil encontrar estrellas de cine que no aspiren a trabajar en sus películas. Incluso si, para hacerlo, deben reducir drásticamente sus salarios multimillonarios. Los elencos de Anderson son parte de un club exclusivo del que todos quieren ser miembros. En El esquema fenicio (otra traducción defectuosa de un título original), los aceptados o reaceptados en el club arman una caravana digna de la alfombra roja de los Óscar: además del protagonista –un estupendo Benicio del Toro–, asisten en pequeños papeles Tom Hanks, Scarlett Johansson, Willem Dafoe, Bill Murray, Brian Cranston, Benedict Cumberbatch y un largo y famoso etcétera.
4. Si resumimos la (abundante) crítica que se ha ocupado de Anderson, es claro que se divide en dos escuelas: por un lado, la que busca y a veces encuentra un núcleo emocional o intelectual detrás de las pulidas superficies de sus películas; por el otro, la que pone en duda la existencia de profundidades o sutilezas en este material, invariablemente vistoso. A mí, cuando se la plantea en estos términos (profundidades ocultas vs. superficies perfectas), esta discusión me parece una pérdida de atención: no ve el elefante en el cuartito o la desnudez del emperador en la pasarela. Ceguera, desnudez o sospecha que es esta: es probable que detrás de tantos esmeros y primores visuales, el de Anderson sea, aún con mayor intensidad en la última parte de su filmografía, un cine tonto.
5. Por “tonto” debería entenderse una cualidad específica, un efecto constante: Anderson está convencido de que sus giros dramáticos, sus preocupaciones temáticas, sus cuidados en la puesta en escena (puesta que tiende a la construcción de retablos o casas de muñecas), sus personajes de cartón o su humor son más inteligentes o perceptivos de lo que son.
6. El esquema fenicio, juzgada por lo que es y no por lo que pretende ser, es una comedia tediosamente “rara”, a ratos entretenida y en general no muy chistosa. Si nos gusta el cine de Anderson, es el tipo de películas que solo vemos por fidelidad a la marca (el mencionado estilo o “look Anderson”). Y si no nos gusta, mejor evitarla: entendemos por experiencia que son especialmente molestas las tonterías que no saben que lo son o que están convencidas de su propio ingenio.
7. No es inusual en las artes que lo que comenzó siendo un estilo celebrado por su diferencia se convierta con los años en un conocido inventario de tics estilísticos que trabajan horas extras para esconder, sin lograrlo, que el artista no tiene mucho que decir. Y cuando este cansancio se agudiza con el paso de los años, empezamos a pensar, retroactivamente, que el artista en cuestión acaso nunca tuviera, realmente, gran cosa que decir. No es el caso de Anderson, que en sus primeras películas había logrado una colección repetitiva pero apreciable de retratos de familias disfuncionales, repletas hasta el borde de excéntricos encantadores. En ello, los talentos de Anderson eran evidentes menos en la construcción de relatos completos y más en el diseño de memorables escenas sueltas: lo que sí recordamos de sus películas son esos momentos –que llegan de vez en vez y de cuando en cuando– en que las familias exhiben su extrañeza, su locura, su conocida imposibilidad.
8. Pero hace rato que Anderson anda en otra cosa: lo suyo es ahora invertir ingentes cantidades de esfuerzo, tiempo y dinero en el diseño de maquetas –con su patentada selección de colores pastel del pantone– en las que coloca a sus personajes, los hace interactuar como muñequitos que declaman sus diálogos por un rato (y medio al pedo), para luego aburrirse y pasar al siguiente retablo. Las historias (medio inexistentes) y sus personajes (apenas un circo de caricaturas) son pretextos: lo que importa es la repetición obsesiva de un muestrario de superficies y gesticulaciones. Su cine deviene entonces una versión, con más pretensiones, de las aventuras del Coyote y el Correcaminos, aunque con una diferencia: esos eran mejores personajes, capaces de despertar en nosotros una breve identificación con sus destinos. En cambio, me es difícil imaginar otra respuesta a El esquema fenicio que el aburrimiento y la exasperación.
9. Puedo, sin embargo, concebir un modo de disfrutar esta película: digamos que, si somos ávidos seguidores platónicos de las últimas tendencias en el mundo de la decoración de interiores, podríamos apreciar sus escenas en tanto buenos ejemplos –hasta extraordinarios– de un talento para el diseño lujoso, de inclinaciones medio retro y medio vintage y medio fashion. Tal vez sea suficiente para estar al día con el cine de Wes Anderson ver unas cuantas fotografías de sus próximas películas, como en esas revistas ilustradas a todo color en las que los ricos y famosos nos muestran o demuestran sus casas perfectas.