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Cultura y farándula | 04/06/2025   06:00

|CRÍTICA|Diego Morales, sin concesiones|Alfonso Gumucio Dagron|

Diego Morales en su taller. Foto: Alfonso Gumucio
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La pintura de Diego Morales no es decorativa. No es esa pintura que adorna los pasillos de los hoteles internacionales, que parece uniformada porque combina con el color de las paredes y los muebles, sin molestar a nadie. Cada vez más las galerías de arte se llenan de pintura “amable”, que sirve como objeto visual inofensivo, donde están ausentes dos fuerzas indispensables del arte: la propuesta innovadora y el compromiso del artista, tanto con la sociedad como con el arte. 

Tampoco es una pintura al servicio del poder, todo lo contrario. Los artistas que se acomodan con los gobiernos de turno tienen un tufillo de oportunismo que ha separado a Diego Morales incluso de algunos amigos suyos que apostaron por el autoritarismo de los últimos veinte años. Ni murales colorinches para adornar palacios, ni obras alegóricas a la Pachamama para estar de moda con el discurso oficial. El sentido ético de Diego Morales y su vivencia personal, lo mantienen al otro lado de la orilla del poder.

Su arte nace de las entrañas de su cuerpo, ese cuerpo que sufrió las consecuencias de la represión de las dictaduras. En enero de 1980, en el breve periodo democrático entre dos golpes militares, su exposición en el Salón Municipal Cecilio Guzmán de Rojas, con obras inspiradas en la llamada “masacre de Todos Santos” en noviembre de 1979, fue secuestrada por militares que se la llevaron en un camión “Caimán” al Estado Mayor del Ejército, donde seguramente siguen tratando de entender de qué se trata. Ese fue apenas el principio. Según un relato personal publicado en 2019, fue perseguido durante meses y apresado junto a su madre luego del golpe sangriento del general Luis García Meza y su cómplice el coronel Luis Arce Gómez. Detenido en el ministerio del Interior fue golpeado y torturado hasta que en un traslado logró evadirse, esconderse y asilarse en la embajada de Suiza que facilitó su partida a Europa, donde permaneció varios años. 

Se entiende así que el artista se exprese a través de una obra que evita la banalidad y que no intenta complacer a nadie. 

El arte de Diego tiene aquello que contribuye a avanzar en la expresión pictórica: el compromiso con el arte y con la historia. ¿Se puede acaso hacer arte al margen de la historia? Con frecuencia incluye además un ingrediente que ha sido fundamental en toda la historia del arte: la provocación. No me refiero a la provocación vacía de las instalaciones efímeras. No se trata de una banana pegada con masking tape en una pared blanca (vendida por 6 millones de dólares, ojo), ni un cúmulo de sal de Uyuni, ni la caja de fósforos de Fluxus o el famoso urinal de Duchamp (que tenía sentido hace cien años para “épater la burgeoisie”, pero no ahora). Pienso más bien en una provocación temática que hace reflexionar sobre el lugar de cada uno en el mundo, y no sólo en el espacio desperdiciado de una instalación que necesita un texto explicativo para guiar la inocencia (o malicia) del espectador-lector que observa. 

Con el título "Retazos de una vida" el Museo Nacional de Arte acoge del 21 de mayo hasta fines de junio, una breve retrospectiva de Diego Morales con obras en gran formato, conmemorando 56 años de trabajo. Es la primera muestra importante del artista desde su anterior exposición retrospectiva el año 2019 en el Salón Municipal. Diego no es de los que se precipita en mostrar y vender, esa no es su principal preocupación, sino crear una obra consistente, con fuerza expresiva, que invita a contemplarla detenidamente, con espíritu de descubrimiento. 

Las obras que reúne esta muestra no son nuevas, pero dibujan la continuidad del itinerario del artista en las diferentes etapas de su pintura. La que me marcó más es “El hombre enemigo del hombre” (como “homo homini lupus” del comediógrafo romano Plautus en el siglo III a.C., o como en “man is a wolf to other men” de Thomas Hobbes en 1651), un extenso mural sobre papel Kraft y soporte de cartón, de 28 metros de largo y menos de dos metros de altura (o ancho), cuyo recorrido visual debe hacerse obligadamente de derecha a izquierda, como en la escritura árabe. Es una obra impresionante, que data de 2004 pero nunca antes había sido expuesta en buenas condiciones de espacio e iluminación. Ahora sí, destaca en toda su riqueza ocupando tres muros de la sala, y permite recorrerla centímetro a centímetro, porque contiene tantos elementos y referencias visuales, que podría ser interpretada no solamente como una memoria personal del artista, sino como una historia de la pintura desde sus orígenes, desde la pintura rupestre hasta el vacío existencial, pasando por las más importantes manifestaciones creativas del arte africano, asiático, cubismo, dadaísmo, surrealismo, como se si tratara de una película donde han intervenido colectivamente con sus pinceles Braque, Miró, Bacon, Guayasamín, Siqueiros, Tamayo, Alandia Pantoja y quién sabe cuántos más que son indirectamente homenajeados. Hacia el final, luego de un grupo de personajes emblemáticos (un niño, un obispo, un militar, un zapatista…), el último metro es una suerte de vacío de incertidumbre: sobre un fondo oscuro se representa una fuga de líneas y sombras blancas. 

Entre las otras obras mejor conocidas de Diego, figuran en esta muestra dos en técnica mixta sobre papel y tela que destacan por su referencia a la realidad política y social: “Boquerón” (1993) y “No entiendo nada” (2010), ambos títulos tan misteriosos como “El hombre enemigo del hombre”. Ni siquiera el artista puede a veces explicar las motivaciones que lo llevan a nombrar las cosas de su universo creativo. En “Boquerón” distinguimos claramente referencias a la represión política en Bolivia a fines de 1979 y 1980, concretamente la masacre de Todos Santos durante el golpe del coronel Natusch Busch, y el asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz. En la otra obra, una niña indígena con un pedazo de pan en la boca, mira fijamente al espectador en fundada en un ropaje que podría aludir sutilmente a los colores de la bandera boliviana, mientras a su alrededor todo parece amenazante, sus propias pesadillas y un entorno de seres oscuros y afilados dientes. Ambas obras están amarradas con cuerdas, roja en el primero y blanca en el segundo, como si los nudos fueran aquellos de la memoria que no deben deshacerse nunca. 

La técnica mixta de papel arrugado, tela, cuerdas, collage otorga a varios de estos cuadros un espesor significante: la historia no puede ser leída en una sola dimensión. Cada obra es un cúmulo de referencias y guiños, como en las grandes obras clásicas. Nada está librado al azar, la presencia de cada objeto corresponde a la parte armónica o contradictoria de un sintagma pictórico.   Ninguna lectura se funda en la inocencia. 

Nos hemos acostumbrado lamentablemente a ver exposiciones donde una obra no es más que una variación de la anterior o la siguiente, de manera que basta una mirada panorámica para abarcarla. Aquí no sucede lo mismo, porque cada cuadro exige una mirada distinta y una valoración crítica especifica, aunque el conjunto tenga el sello de un estilo y sobre todo de una continuidad en el proceso de creación.   

@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta 





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