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Sociedad | 03/01/2019

La verdadera libertad de Jhiery Fernández

La verdadera libertad de Jhiery Fernández

Jhiery Fernández con sus padres, el año pasado, al lograr su liberación. Foto: Página Siete

Milton Condori

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Jhiery Fernández lleva una chamarra roja, un reloj en la mano izquierda. Tiene varios lunares, uno bajo el ojo derecho, el segundo se halla al borde de la barbilla, un tercero, encima del labio izquierdo y tres que forman un pequeño cinturón de Orión al lado de su boca. Sus ojos son pequeños, su nariz algo respingada. Me habla de cómo fue su vida dentro del penal de San Pedro:

–Sabes, cuando yo he entrado, estaba bien temeroso por mi vida. No me trataban bien, ni los presos ni los policías. Esto porque yo había entrado con una imagen de malo, como con un título: “agresor de menores”, “asesino de niños”. Esos “títulos” son los peores que le pueden dar a uno.

–¿Y por qué sentiste temor por tu vida?

–Porque recibí amenazas, recibí amedrentamientos. Pero, sabes, nadie me tocó. No sé por qué no me hicieron daño. Parecía que había una barrera entre mi persona y los demás. Porque yo he visto presos golpeando a los nuevos: dándoles palo. Pero a mí no, gracias a Dios, no.

Pide un mate, estamos dentro del mercado Strongest. Nos sentamos. El lugar es ruidoso. Es molesto: lleno de música, de bocinas de coches. Lleno de niños, de señoras que venden y lleno de tacitas: al parecer, es hora del té. A esto se suma un clima de aquellos que hacen temblar: hay estruendos, luces de los relámpagos, ráfagas de viento. Y la lluvia.

–¿Y cómo era tu vida antes de que todo este problema?

–Pues, era una vida normal. Todo normal.

–¿Qué hacías?

–Trabajaba para establecerme económicamente, porque ya no quería ser una carga para mis papás. Era una persona con sueños, con metas: con varios objetivos en la vida. Yo trabajaba para cumplir en esas metas, en esos objetivos que tenía.

–¿Cuáles eran esos objetivos?

–Primero, era superarme como profesional. Hacer una especialidad y así poder ayudar a la gente que necesitaba, y también a mis padres. Luego era lo que todos quieren: formar una familia, compartir con la pareja, tener un hijo…

Pero eso no sucedió. Como te dije, tenía mis metas, mis objetivos. Tenía mis añoranzas, pero, de repente, se perdieron. De la noche a la mañana todo se perdió. Un día estaba caminando por la calle, de pronto aparecí en la cárcel.

El doctor mira su taza, la toma con ambas manos para calentarse. De rato en rato se le forma una sonrisa.

–Sabes, cuando yo estaba fuera de la prisión, tenía mis alas, quería volar, volar alto.

Sus palabras me recuerdan a un mito: el de Dédalo y su hijo Ícaro. Dédalo era un habilidoso constructor que fue encerrado, junto a su hijo, en el laberinto donde se encontraba el Minotauro. La única salida era volar por encima del laberinto. Por eso Dédalo inventó alas para él y su hijo. Recomendó a Ícaro no volar muy cerca del sol porque el calor derretiría la cera que unía las alas a su cuerpo; y que tampoco volara tan bajo porque el agua mojaría las plumas y caería por el peso.

Una vez que emprendió el vuelo, Ícaro olvidó el consejo de su padre y voló alto, más y más alto, hasta acercarse al sol y éste, con su calor, derritió la cera haciendo que Ícaro cayera.

Algo así ocurrió con Jhiery Fernández: trató de emprender vuelo hacia sus metas, a sus sueños y, al parecer, cuando empezó a volar, sus alas se deshicieron por el calor de los problemas, por el calor de una supuesta violación a un bebé. A diferencia de Ícaro, que murió ahogado, Fernández está vivo y recuperándose.

–¿Cómo fueron tus primeros años dentro del penal?

–Cómo te dije, al principio me amenazaron. Pero, después de eso, yo me fui abriendo campo poco a poco. Mi profesión me ayudó mucho. Porque veía a mucha gente que necesitaba. A gente que no era atendida bien en el penal.

Pero esto no es causa de que los médicos sean inoperantes o malos profesionales, sino que no abarcan a toda la población: hay muchos presos y pocos médicos. Así, los médicos asignados venían y yo también aconsejaba a los internos a que tomaran medicamentos.

Sabes, yo me hice traer muestras médicas de mi casa y empecé a regalarlas; desde ese momento me empezaron a conocer. Ellos sabían que había un doctor en ese lugar y me empezaron a buscar –se ríe–, pero ya no con agresiones, sino pidiéndome favores.

El aire está asediado por una tormenta que durará toda la noche, que transforma a las calles en ríos de agua; al frente se encuentra del mercado en que nos encontramos está el hospital de Cotahuma, donde trabaja el doctor Jhiery Fernández después de ser liberado.

–¿Tiene alguna situación que haya sido especialmente significativa?

–Sí, me sucedieron varias. Por ejemplo: cuando llegué, los presos eran malos conmigo y mi familia. Ellos extorsionaban a mis papás: les hicieron llorar. Me decían: “al nuevito, al que ha matado al niño, a este hay que darle duro con la extorsión”. Pero esa misma gente, cuando yo ya era conocido, cuando me he ganado mi lugar en el penal, me empezó a apreciar.

Siempre me decían: “doctor, por favor, atendenos pues, jefe, perdón por lo que te hemos hecho”, en sí, me llenaban de halagos.

Me dice que se siente más tranquilo, más aliviado tras comprobarse su inocencia. Fue inculpado por un delito que no cometió: una supuesta violación a un niño, un bebé de apenas ocho meses edad.

Es uno de los casos judiciales más polémicos sucedidos en Bolivia durante mucho tiempo. Fue salvado gracias a que Romel Cardozo grabó una conversación con la jueza Patricia Pacajes, en la que ésta reconoció que Fernández era inocente. Las ramificaciones de su caso fueron muchas, empezando por la supuesta decisión del ex fiscal general Ramiro Guerrero de “encontrar un culpable a como dé lugar” en este caso. También Guerrero habría tenido una relación amorosa con Ángela Mora, la médica forense que hizo el reporte, plagado de errores, de la supuesta violación. Guerrero, por respaldar a su supuesta novia, dijo la jueza Pacajes en el audio, aceptó el reporte forense mal confeccionado y permitió que el proceso continuara, pese a que todos los involucrados sabían de la inocencia del médico.

Estuvo cuatro años preso e incluso recibió una sentencia de 20 años de prisión.

Le pregunto si tiene sentimientos de venganza hacia las personas que le echaron la culpa de un delito tan horrendo.

–Dime, ¿quién no siente necesidad de venganza cuando alguien le hace daño a alguien? Todos, ¿verdad? Pero yo creo en Dios. Le rogué a él para que me quite esos sentimientos de venganza. No quería salir para hacer daño, sino, le pedí que me diera un espíritu pasivo, tranquilo. Y creo que Dios escuchó mis oraciones.

–¿Usted tiene pareja?

–Estoy saliendo con alguien desde hace mucho, desde antes que sucediera el problema del bebé.

Se le forma una gran sonrisa, una que le hace olvidar todo lo sucedido. Me dice: sabes, mi pareja ha estado en todo momento conmigo. Desde antes que pase toda esta situación. Ha estado conmigo durante todo el proceso; desde mi apresamiento, en mi salida, y aún ahora sigue conmigo: lo que me sorprendió fue eso, que mi pareja nunca me ha abandonado.

Al hablar con él recuerdo la historia del “Conde de Montecristo”, escrita por Alejandro Dumas (padre). Una historia que narra las desventuras de Edmundo Dantés, un hombre que fue encarcelado por una supuesta traición a su patria, por un supuesto apoyó al partido de Bonaparte. Al salir de la cárcel se vengó a uno a uno de todos sus enemigos. Pero Fernández está libre ya, incluso de ese peso, de ese deseo. Es la verdadera libertad.



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