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29/08/2018

Nuestro desafío común

“En común”, el nombre de esta columna, pretende expresar y dar cuenta de una cierta perspectiva fundamental, crítica y urgente para poder afrontar los desafíos del siglo XXI. Es la perspectiva que presta atención a las radicales interdependencias que generan y regeneran constantemente lo común: la comunidad glocal (local/nacional/regional/global) de seres, humanos y no humanos. Es lo que muchos llaman la comunidad de la vida.

La humanidad ha dado por descontadas las bases biofísicas que sostienen y regeneran esta comunidad de la que es parte, gracias a una milenaria estabilidad y abundancia ecológica, construida a lo largo de millones de años de evolución. No fuimos, ni somos aún, capaces de comprender que hay límites a las capacidades regenerativas de los ecosistemas de los que dependemos y somos parte. Fue, y es, un letal error en que Homo Sapiens reincide cada día y en el que ha caído incontables veces a lo largo de su relativamente breve existencia en un planeta habitado por incontables formas de vida que éste apenas comienza a conocer y a comprender. Esa ignorancia explica, en parte, que pueblos y civilizaciones enteras hayan sucumbido ante la persistente incapacidad de las colectividades humanas de habitar el planeta sin empobrecer o destruir el tejido vital del que dependen y son parte. 

Además de sus destacables promesas, el siglo XXI carga con la pesada herencia de las consecuencias agregadas y multiplicadas de miles de años de comportamientos humanos depredadores, aunque hayan sido más bien localizados y menos extendidos e intensivos que los generados, en estos tiempos, por la explosión demográfica, la globalización del comercio, la concentración del capital, ciertas tecnologías, la concepción hegemónica del desarrollo, o la cultura del consumismo, por dar algunos ejemplos.  Urge comprender esta condición para proponer alternativas de futuro, que no impliquen más devastación del sistema de soporte y regeneración de la vida.

Es también evidente –y es importante reconocer– que el balance actual de la historia de la humanidad muestre significativos avances. Por ejemplo, la mayor parte de los seres humanos tienen hoy una mayor esperanza de vida o están mejor educados que en el pasado. Aunque no sean pocos, en términos relativos, tienen menos riesgos de morir en una guerra, en una hambruna, o a causa de una enfermedad infecciosa. Grupos poblacionales históricamente excluidos han conquistado derechos previamente negados y crecientemente respaldados por una institucionalidad internacional (con todas sus presentes limitaciones). Las clases medias se han expandido significativamente también en países con largo historial de pobreza mayoritaria. Aunque fuertemente desafiados y en aparente retroceso actual, los regímenes más o menos democráticos están muy difundidos por el mundo, con sus mandatos en procura de decisiones derivadas de la voluntad popular, alternancia, límites al poder o mayor pluralismo y tolerancia. Y hay prometedores desarrollos de tecnologías, como las energías renovables.

Pero, en este siglo, todos estos avances relativos están y estarán retados por los sistemáticos efectos de la civilización hegemónica sobre procesos esenciales para la estabilidad ecológica, social y económica, como el Cambio Climático, la megaextinción de especies, la pérdida de bosques, la contaminación general, entre otros. Los impactos socioeconómicos de este tipo de procesos de desequilibrios sistémicos son inevitables. Por tanto, debemos aprender a habitar el planeta respetando los límites planteados por la naturaleza y eso implica un cambio civilizatorio. Ese el tamaño del desafío común y no hay opción: debemos afrontarlo irremediablemente y con sentido de urgencia.

Cecilia Requena es investigadora, ecologista y docente



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