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14/10/2018

Ha terminado la guerra

El domingo 30 de octubre de 1938, el diario El Mercurio, de Santiago de Chile, publicó una larga entrevista al entonces presidente boliviano, Germán Busch. El periodista, L. Enrique Poblete, conversó largamente con el héroe de guerra, quien elogió y agradeció el concurso de varias decenas de oficiales chilenos que lucharon en la Guerra del Chaco vistiendo el uniforme boliviano.

La entrevista transcurre luego hacia la visión y los planes de Busch de proyectar el Estado hasta los últimos rincones de la patria y, para terminar, Poblete le consulta acerca del estado y las perspectivas de la relación entre Bolivia y Chile. Allí, Busch expresa su satisfacción por la cordial amistad que reinaba entre ambos países, y su esperanza porque ésta se fortalezca aún más. Fin de la entrevista.

Nadie podría acusar a Busch de poco patriota, pero el tema del mar estaba, simplemente, por debajo de su radar. La entrevista muestra que, al relacionarse con Chile, no se sentía obligado a hablar del mar. Y una revisión de la prensa de la época revela que Busch reflejaba, sobre ese tema, el ánimo de la opinión pública boliviana.

Qué contraste tan brutal con la obsesión colectiva nacional que sobrevino en las décadas siguientes, en oleadas cada vez más intensas, acerca del tema marítimo. Hay que hacer, aquí, una distinción: la diplomacia boliviana mantuvo siempre un grado de atención y acciones concretas a este respecto. Pero la opinión pública nacional no siempre acompañó, o se interesó, o fue informada sobre esas gestiones, que se llevaban a cabo a través de discretos canales diplomáticos. ¿En qué momento se convirtió la reivindicación marítima en una obsesión nacional pública?

Casi 30 años después, en 1965, Sergio Almaraz, a quien tampoco se puede acusar de poco patriota, escribió en la revista orureña Cultura Boliviana, que “El sentido evasivo del pensamiento político boliviano encuentra su mejor expresión en la sobrevaloración de la cuestión marítima. Un dirigente político ha dicho que ‘todo nuestro atraso se debe a la pérdida del mar’”.

La frase, de por sí elocuente, nos dice que entre ese 1938 de Busch y ese 1965 de Almaraz, alguien había inyectado esa hormona chovinista en la opinión pública, causándole una hipertrofia marítima. Esta construcción del nuevo imaginario nacional venía en un paquete maniqueo que no admitía medias tintas: la patria vs. la antipatria; la rosca vs. el pueblo; los intereses extranjeros que sólo vienen a saquear nuestros recursos naturales, y, la consigna más aglutinadora: “el mar nos pertenece por derecho, recuperarlo es un deber”.

Estos asertos fueron la columna vertebral del sistema educativo surgido de la Revolución Nacional (1952-1964): una educación basada en el nacionalismo, en la búsqueda y construcción de una identidad nacional comprehensiva, que no tuvo reparos en la utilización del patrioterismo más primordial, maniqueo y excluyente: si no estás con nosotros, estás contra nosotros.

Pero no puede culparse solo al nacionalismo revolucionario de haber dado forma, mediante la educación, a una mentalidad boliviana ya de sí proclive a buscar culpables, siempre otros y con frecuencia extranjeros, por los males bolivianos. Basado en cimientos más antiguos, el nacionalismo revolucionario y prácticamente todo gobierno sucesor, ahondó y contribuyó con lo suyo para convertir la orfandad marítima y el victimismo en un rasgo fundamental de la identidad colectiva boliviana: somos pobres porque nos quitaron el mar, sin reparar en que, por ejemplo, Austria es próspera pero mediterránea, y Nicaragua pobre pese a sus dos mares.

Apenas tres meses después de la caída de la Revolución Nacional, Almaraz protestaba por que la historia “no puede ser concebida con el rudimentarismo patriótico escolar. Por otra parte, no podemos continuar formando generaciones de niños traumatizados por desgracias irreparables engendradas por la sordidez humana y ante las cuales no cabe sino ‘la reparación por la violencia’. Y mientras no llegue el momento de abofetear el rostro del enemigo, esos niños sufrirán lo que hoy sufren muchos hombres maduros y viejos: la humillación de la impotencia. Hay que acabar con el masoquismo histórico”.

Y es que generaciones de bolivianos hemos mamado esa historia victimista. Por más de 60 años se nos ha inculcado desde la escuela que Chile es el enemigo/usurpador, la guerra injusta (las guerras justas son la excepción), el imperialismo británico y otros asertos de por medio. Y quien no los profesa es acusado de prochileno y poco menos que traidor a la patria. Pero luego llegó el 1 de octubre.

Fin de ciclo

Habiendo sido casi toda mi vida un escéptico acerca de la reivindicación marítima, me cuento entre los muchos bolivianos que abrazó la argumentación de los actos unilaterales de los estados, la piedra angular de la demanda boliviana en La Haya. Y decidí creer porque por primera vez Bolivia presentó una demanda sólida, basada en un concepto estrictamente jurídico y no en argumentaciones morales, sentimentales o victimistas. La apuesta del Gobierno fue fuerte y valiente. Para gran sorpresa de la mayoría, el esperado fallo fue favorable a Chile y contrario a Bolivia, sin favores salomónicos, que, 60 minutos antes, ¡temíamos se los concedieran a Chile!

El 1 de octubre de 2018 marcó el verdadero final de la Guerra del Pacífico. Para todo efecto práctico ese ciclo ha terminado y que lo entienda cuanto antes el que pueda entenderlo, porque ningún afán, pedido de revisión, ni ningún acto de voluntarismo, cambiarán ese hecho. El dolido corazón boliviano debe levantarse.

El fallo conlleva consecuencias políticas, una coyuntura no exenta de oportunismos, pero es en su dimensión histórica y diplomática de largo plazo en la que debemos entenderlo: es un cataclismo, el final nítido e inapelable de una era. La CIJ demolió todos los esfuerzos de la diplomacia de la reivindicación marítima boliviana en el siglo XX largo y, en ese proceso, comprobaremos pronto que, ojalá, también se haya cargado ese pilar de la identidad boliviana: el de víctimas de la injusticia, por siempre reclamando el mar.

Para la relación boliviano-chilena el fallo de La Haya es seminal. Marca un antes y un después, donde todos los conceptos y los protagonistas relacionados con el “antes” pasaron a la obsolescencia y se convirtieron en inaprovechables piezas de museo, si acaso eso. El fallo de La Haya no significa otra cosa que la Hora Cero en la principal prioridad de la diplomacia boliviana. Es el tañido de la campana para repensarlo todo, habiendo sido obligados a dejar nuestra carga atrás, como refugiados. Marca la hora de replantear toda prioridad, toda, sin puntos de referencia. Porque, como dijo Einstein, “locura es hacer lo mismo una vez tras otra y esperar resultados diferentes”.

La relativización del naufragio está destinada al fracaso, salvo para temporales réditos políticos internos, que afuera no importarán, porque la realidad es porfiada e impondrá un largo período, que quizás se mida en lustros, antes de que surjan las condiciones, si lo hacen, para una nueva oportunidad o enfoque.

Entretanto, esta generación de bolivianos debe saber aprovechar este período rico en dudas para meditar y poner en cuestión todas las premisas de reivindicación marítima, todas. Comenzando por aquilatar larga, serena y fríamente la viabilidad misma de un retorno soberano al Océano Pacífico tal como fue planteado desde 1920.

Pero la posibilidad misma de concebir una Bolivia que no aspire a un acceso soberano en el Pacífico (y sí a muchas otras opciones de progreso) pasa, primero, por desmontar aquella educación/cívica vigente desde mediados del siglo XX o antes. Pasa por cuestionarnos, a la luz del 1-O, cuándo comenzó a conmemorarse el 23 de marzo con desfiles escolares; cuándo incluyeron las Fuerzas Armadas el lema “El mar nos pertenece por derecho, recuperarlo es un deber”; cuándo se convirtieron los Colorados de Bolivia en la Escolta Presidencial; los efectos de que una de las radios privadas más escuchadas del país inicie su noticiero con el mensaje más chovinista concebible. Y muchas otras minucias que se han convertido en un obseso tamborilero que cada boliviano lleva sobre los hombros a todas partes.

Y segundo, la posibilidad de esa Bolivia pasa por -y esto es muy importante- dejar de considerar potenciales traidores o malos bolivianos a quienes cuestionan o les es indiferente la reivindicación marítima y abogan incluso por olvidarla, y proponen dar vuelta la página.

Está bien que se redirijan las energías y los recursos nacionales a potenciar Puerto Busch y la salida hacia el Atlántico, o al Pacífico vía Ilo, u otras soluciones. Será costoso en tiempo y recursos, pero debe hacerse. Pero también debiéramos resistir la tentación de rechazar a priori la vía chilena. Simplemente, no se puede en el corto plazo. Y cuando se pueda, quizás ya no importe. Los llamados al boicot de lo chileno siempre han sido pueriles, amén de vanos y efímeros.

Cuando pase el shock, ojalá retorne la lucidez, y con ella, la posibilidad de tener relaciones normales con todos nuestros vecinos. Se logrará más prosperidad allanando obstáculos superables con buena vecindad, que aspirando a lo imposible con hostilidad.

Este enfoque será terriblemente impopular y sujeto a toda clase de improperios en los sectores “duros” y “patriotas”, que sienten predilección por el término “inclaudicable”, pues más de 60 años de adoctrinamiento nacionalista no se borran de un plumazo. Pero el 1-O lo borra todo y marca una nueva época. Nos guste o no. Quienes no aprendan a vivir con esa realidad deberán conformarse con habitar intelectualmente en los márgenes internacionales.

¿Es concebible una Bolivia sin demanda de acceso soberano al Océano Pacífico por Chile? ¿Qué sucederá con su identidad? México ha demostrado que puede ser una gran nación después de haber perdido Texas, Nuevo México, Arizona, Nevada y California. Alemania ha perdido casi la mitad de su territorio de 1871. También Rumanía y tantos otros países. Francia y Alemania viven en paz y amistad tras siglos de guerras. Incluso Israel y Alemania después del Holocausto. Desde 1879 han sucedido dos guerras mundiales, han caído imperios, han aparecido y desaparecido países, y todos han superado sus pérdidas y honran a sus muertos y sus héroes.

Se dice que el luto humano pasa por cinco etapas: ira, negación, negociación, depresión y aceptación. Los países pasan por períodos similares. En cuanto a La Haya se refiere, estamos en ira-negación. La pérdida de la “cualidad marítima” (¿?) también se puede superar. Después de todo, la mayor parte del legado del viejo don Alberto Ostria Gutiérrez está intacto: olvidar la diplomacia de tinterillos, de títulos coloniales, negociar aperturas para el país: ferrocarriles a Argentina, a Brasil. Es hora de seguir camino. Lo viejo ha terminado, pero la vida debe seguir por otros cauces. Si se podía en los tiempos de Busch, se puede ahora.

Robert Brockmann es periodista e historiador.



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