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03/09/2018
Cartuchos de Harina

El tata Gramunt

Gonzalo Mendieta Romero
Gonzalo Mendieta Romero

A sus 90 años, el director de la ANF, el jesuita José Gramunt S.J. es citado a denuncia de un ministerio contra tres medios de prensa. Fan de la psicodelia, el denunciante aduce que los medios distorsionaron un discurso presidencial sobre la alegada flojera de los orientales. Fue un naufragio oral que pudo remediarse con la simple contrición del Presidente, pero no.

Los “informados” dicen que es un operativo de prensa. El compasivo ministerio busca ahorrar al Presidente el desgaste por su discurso. El juicio penal desvía la atención en efecto, pero sembrando antipatías e injusticias al huevo. También atribuye a otros los traspiés del Gobierno, receta muy difundida. Una ministra-periodista no secunda a su colega ministro, todo hay que decirlo, y opta por el silencio.

Ese día de 2012, Gramunt parte de la oficina de ANF, comprada con la herencia de su madre, cuya foto aquél guarda en su cuarto hasta el último día. Su platita se ha gastado en el periodismo boliviano, sin alharacas. Poco después, a la Fiscalía de La Paz, frente a tribunales, llega el tata Gramunt a declarar, con escolta civil y un bastón, como un noble conservador del ayer. Sube al segundo piso, uno de sus abogados pregunta por la fiscal, la TV filma. La puerta se abre. Entran el jesuita y su escolta de tres o cuatro, en apronte.

La escena siguiente ya no es una epopeya. Como en una ilusa moraleja del teatro popular, grafica esas lógicas humanas concretas que preferimos subestimar. Gramunt se porta receptivo con los amables funcionarios, sin la tirantez de los que toleran injusticias con el orgullo. Por su lado, pícnica, “blancona” y chaposa, la fiscal hace sentar al tata y le ofrece un mate. Le pide su bendición, que él otorga sorprendido y grácil a la fiscal en reverencia.

A continuación, la fiscal amonesta a la escolta del sacerdote: “¡Cómo me lo van a traer así (tan frágil), debían decirme… yo hubiera ido!”. La escolta, no sabe bien por qué, siente la vergüenza de los mostrencos por ser tan torcida con el tata, pudiendo evitarle el sinsabor. No se obra así con un nonagenario escolta.

Después de tanto rumiar sobre el juicio penal, la amorosa reacción de la fiscal –el jesuita cree que hay que buscar a Dios en todas las cosas– le indica a Gramunt que éste es su país, pues con todo, lo acoge. No es el país donde nació, pero aquí vive modestamente desde 1952, cuando llegó de maestrillo, para siempre.

La fiscal despacha al tata Gramunt con mínimos burocratismos, pidiéndole, con ternura en diminutivos, que dibuje al reverso de su acta de declaración el croquis de su domicilio. Gramunt delega la tarea a su escolta, que cumple el oficio con dificultad arquitectónica. El jesuita, no lo niega, es poco apto para esas funciones parroquiales, peor a sus 90 años.

Tiempo después se sabe que esa fiscal fue encarcelada por otras cuitas. Gramunt y su escolta se apenan. Ella supo ser cuidadosa y humana. Le cayó un irónico tributo. Lo pagan quebradizos ejecutores como los fiscales, no los maquinadores políticos de cómic para los que es gran idea que un anciano declare penalmente.

Seguro que la escolta de Gramunt lo ha despedido a su muerte con el corazón. Como sus muchos amigos, yo lo recuerdo como un hombre de bien, gratificado con poco, iluminado como un changuito con la charla, el queso y las aceitunas que compartimos en su residencia final de Cochabamba.

Uno de los que fija lo han recibido este agosto al otro lado, con hartas ganas de hablarle y darle la bienvenida, es un amigote suyo, uno de los añorados abuelos de este columnista, que escribió en Madrid una carta a su hija en julio de 1977. Le cuenta que, celebrando aún sus vidas, traviesos se fueron él y Gramunt –con la anuencia de su mamá– a su casa de campo familiar, seguramente a beber unos vinos. Se quemaron al sol “hasta que les iban saliendo los cueros a pedazos, lonjas verdaderas.”

Gramunt departe ahora con esos añejos afectos, mal que les pese a los egoístas que lo echan de menos acá. No se ve a los maquinadores, sí a los que lo acogen bien. Su país se ha trasladado con él.

Gonzalo Mendieta Romero es abogado



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