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31/10/2018

El mar. Fin de un mito

Si es verdad que el resultado de La Haya supone para Bolivia el fin de una era, también tendría que serlo del mito del mar, entendido como fuente y emblema de reparación histórica. La reintegración marítima ha sido siempre algo más que un valor arraigado en la conciencia nacional; los bolivianos viven este sentimiento como una obsesión colectiva. Al mismo tiempo, difícilmente se puede entender su proverbial victimismo y fatalismo sin el mito del mar y su larga vigencia en el imaginario colectivo. Y lo ha sido así porque más allá de los avatares de la demanda marítima, el mito ha perdurado como si se tratara de algo parecido a un cimiento existencial; una razón de ser de Bolivia como Estado.
En tanto construcción sublimada, partiendo de un evento dramático (la pérdida del litoral), en el mito del mar se han conjugado: i) una narrativa histórica en la que Chile es invariablemente el agresor y victimario, que, prevalido de su poderío y astucia, avasalla y humilla a una Bolivia débil y sufrida; ii) un relato sesgado que libra de responsabilidad (a Bolivia) en los eventos de la Guerra del Pacífico y los malogrados intentos de solución a la cuestión marítima; iii) el sobredimensionamiento de la importancia de una salida soberana al Pacífico como factor de progreso nacional (y a la inversa, la mutilación marítima como fuente de atraso) a despecho de las experiencias históricas que enseñan que la ecuación mar=desarrollo es cuando menos forzada; iv) una noción idealista de justicia, que define la cuestión marítima como una causa intrínsecamente justa y sagrada, un valor por encima de cualquier otro –incluso de los tratados, las normas internacionales y las leyes nacionales- y con independencia de las realidades condicionantes y los equilibrios de poder.

Generaciones de bolivianos vivieron atrapados por una fijación, como si la vida dependiera de la salida al mar. De allí también la trascendencia del pronunciamiento de la CIJ, que da al traste una postura centenaria edificada sobre una noción irredentista de la mediterraneidad. Y si bien es posible que las creencias y valores sobrevivan a los hechos que les dan significado, importa ahora pensar que el mito del mar puede haber perdido validez práctica y eficacia política. 

Victimismo y nacionalismo

En mi libro, ¿Cómo somos?, he abordado el asunto del victimismo -y su enorme peso en las pautas de las conductas individuales y sociales-, el mismo que se nutre y refuerza el mito del mar. De hecho, pareciera que la fuerza de este mito, traducido en sensaciones intensas de despojo y orfandad marítima, ha marcado con fuego el carácter nacional de los bolivianos. 

El mito del mar importa, en efecto, una relación compulsiva con la pérdida del litoral, alimentada por una narrativa de desolación y luto; un alma colectiva doliente e intensamente desgarrada. De ahí por qué la idiosincrasia nacional luce a menudo como una identidad amenazada (los rasgos más frecuentes y prominentes se asocian con la victimización, el recelo, la desconfianza en el extranjero, la animadversión a lo chileno), antes que con valores positivos compartidos por la gente del país. Lo cual se constituye además una suerte de barrera psicosocial en la construcción de relaciones de confianza, amistad y cooperación con otras naciones, y ni se diga con el vecino Chile.

No cabe duda que el victimismo es un caldo de cultivo de enconos anti-chilenos. Lo ha subrayado Robert Brockmann en su magnífico artículo “La guerra ha terminado”, al recordar que el lema: “El mar nos pertenece por derecho, recuperarlo es un deber”, sería la razón de ser nuestras Fuerzas Armadas -lo que además me recuerda que en años no lejanos los efectivos militares rompían filas al grito de “Viva Bolivia, muera Chile”-.

Este antagonismo latente se solapa con un nacionalismo primitivo que se parece más a una forma de racionalización de letanías estériles. Lo peor es que refuerza los traumas del pasado -esa pesada loza que los vencidos cargan sobre sus hombros-. Pero quizá su peor faceta es cuando actúa como legitimador de culpas y omisiones propias, lo cual ocurre sobre todo bajo el influjo de la demagogia populista y un patrioterismo grosero e inescrupuloso instrumentando la cuestión marítima.

Condenados al enclaustramiento

Como país hemos pagado con sangre y territorios los episodios de apoteosis nacionalista. Pero no solo eso. El reivindicacionismo a ultranza es una forma de auto condena al enclaustramiento geográfico y económico. ¿No es este acaso el saldo de la “guerra del gas”, que abortó la exportación de energía a la costa de Norteamérica, desde un puerto chileno, un emprendimiento industrial y comercial que por primera vez en más de cien años hubiera significado que Bolivia sentaba presencia en el Pacífico, con una zona económica exclusiva y de gestión autónoma, proyectándose como una potencial energética regional? Ahora que comenzamos a percibir el futuro incierto del gas natural, con mercados (Brasil y Argentina) que se cierran, inversiones que no llegan, reservas que se agotan y la producción en caída libre, tal vez podamos aquilatar mejor la irracionalidad de la consigna de “ni una molécula de gas a Chile”, que, como otras tantas decisiones erróneas, fruto de la impulsividad y el chauvinismo estéril, ha sido como dispararnos en el pie. 

El proceso en La Haya vuelve a demostrar que cuando el sentimiento y la ideología se anteponen a la razón, la misma política exterior deriva en devoción y militancia política, en lugar de espacio de la diplomacia profesional, de los estudios científicos, de capacidades técnicas y conocimientos acumulados, de especialistas experimentados, de instituciones sólidas e idóneas y al servicio de políticas de Estado genuinas. El voluntarismo e idealismo, tantas veces puestos de manifiesto en nuestro relacionamiento internacional, son grandes males agravados por la falta de profesionalismo, el desprecio de la ley y las instituciones, la improvisación, la incompetencia y hasta la frivolidad en el manejo de asuntos de Estado. Le metemos nomás, y así nos va.

Tanto más cuando las decisiones de gobierno obedecen a intereses espurios. Esgrimir el tema el mar con fines de política interna, ha sido una constante en nuestra historia. En ello, Evo Morales no es la excepción, pero quizá es quién más lejos ha ido en el afán de manipular la causa marítima para perpetuarse en el poder. Vale la pena imaginar cual sería hoy día el escenario de la política nacional si el fallo de la CIJ hubiera favorecido a Bolivia, con Evo erigido en héroe de la demanda marítima.

El mito del mar, por cierto, lastra la formación de un pensamiento pluralista y crítico, sin dogmas ni temas tabú. Lo hemos visto recientemente. Salvo algunas pocas voces aisladas, ningún sector de la sociedad, ningún líder político importante, ningún partido con representación parlamentaria, menos siquiera la prensa, se atrevió a cuestionar y discutir seriamente la viabilidad de ir a La Haya y judicializar la demanda boliviana. Muchos se unieron a la comparsa, quizá incluso a regañadientes, También el silencio ha sido vergonzoso. Bastó el chantaje patriotero para que los gobernantes y los agentes diplomáticos vendieran como “política de Estado”, lo que en realidad era ante todo una estrategia partidista. Increíblemente, en un tema de tanta relevancia, y que importaba un cambio sustantivo en la política marítima de casi un siglo, simplemente no hubo debate público; el régimen pudo maniobrar como si tuviera cheque en blanco. Y lo sigue haciendo sin tan siquiera molestarse en rendir cuentas de su fracaso.

Los nuevos dilemas

El desenlace de La Haya probará hasta qué punto la sociedad boliviana está lista para sacudirse de sus traumas colectivos y para emprender un nuevo rumbo o si, por el contrario, ha de hallar atajos para refugiarse en la desmoralización, el resentimiento y el victimismo. Esto es lo que los bolivianos en muchas ocasiones –quizá demasiadas- hemos hecho. En cambio, aquello otro es algo que todavía no hemos intentado francamente.

En la dicotomía entre Justicia y Derecho, que embrolla el conflicto boliviano-chileno, la CIJ se ha inclinado por la certidumbre del derecho positivo y no por la reparación de una “injusticia” -el mismo sentido del rechazo de la Liga de las Naciones al pedido de revisión del Tratado de 1904-, lo cual debe tener efectos muy profundos, tanto para el contencioso territorial en sí como para la manera en que la sociedad boliviana se asume a sí misma. Brockmann lo ha escrito con claridad: “El fallo conlleva consecuencias políticas, una coyuntura no exenta de oportunismos, pero es en su dimensión histórica y diplomática de largo plazo en la que debemos entenderlo: es un cataclismo, el final nítido e inapelable de una era. La CIJ demolió todos los esfuerzos de la diplomacia de la reivindicación marítima boliviana en el siglo XX largo y, en ese proceso, comprobaremos pronto que, ojalá, también se haya cargado ese pilar de la identidad boliviana: el de víctimas de la injusticia, por siempre reclamando el mar”.

Y es que, en efecto, esos rasgos del ser boliviano no tienen por qué ser una marca indeleble e irrevocable. Lo prueba el hecho de que regiones del país (particularmente del oriente) mantienen una actitud más moderada con respecto al conflicto de 1879 y su prolongación en el contencioso territorial con Chile. Y que, a las nuevas generaciones, aun recibiendo una enseñanza de la historia maniquea y masoquista, la cuestión del mar les resulta distante y tan solo observan un compromiso formal que se parece más a la inercia y la ritualidad vacía. Es, pues, innegable que el mito del mar ha pasado a ser disfuncional y superfluo para los retos del desarrollo nacional en el siglo XXI.

También dice mucho que la iniciativa de visionarios como Joaquín Aguirre, abriera una ruta de salida al Atlántico por la hidrovía Paraguay-Paraná, determinante para el crecimiento de las exportaciones de soya y otros granos, como lo hicieron en su tiempo los gigantes de la minería conectando al país con ferrocarriles o Nicolás Suarez abriendo rutas fluviales hacia el Amazonas.

Por cierto, echamos en falta un liderazgo con visión moderna, sin las hipotecas del pasado, capaz de promover y conducir las reformas necesarias no solo en las instituciones sino en las pautas culturales de los bolivianos. El replanteamiento de la política exterior, la proyección al Atlántico (que ya ocurre naturalmente), la reconstrucción y normalización de relaciones con Chile, un renovado impulso de vecindad con Perú y los otros países del Pacífico, la búsqueda pragmática de opciones de acceso a puertos marítimos, tienen como premisa ineludible el cambio imperativo de valores y paradigmas. Si ya una parte de la sociedad lo está haciendo, ¿por qué no el conjunto de Bolivia?

Milán Kundera, en su magistral novela La eterna levedad del ser, previene que, si cada uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, significa entonces que “estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz. La imagen es terrible. En el mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Ese es el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más pesada”. ¿No será que los bolivianos estamos atorados en un incesante retorno, como si un misterioso designio nos forzara repetir los mismos errores y fracasos? Es lo que nos ha ocurrido con la demanda marítima en La Haya.

Pero ya es hora de cerrar esta página. Y mirar el futuro con otros ojos.

Henry Oporto es economista.



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