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25/02/2019
El Compás

El debate sobre “Sociología del mesismo”

Fernando Molina
Fernando Molina
El artículo “Sociología del mesismo”, que publiqué hace unos días en este mismo periódico digital, tuvo múltiples reverberaciones en el debate público del país. Por un lado, fue usado por el MAS como proyectil en contra de su principal rival electoral, un efecto que había previsto vagamente antes de escribirlo, pero que no me disuadió de publicarlo por encontrarlo inevitable en este momento de polarización electoral. Otros artículos que ya he escrito y los que aún escribiré este año mostrarán al observador imparcial que no soy parte de ninguna campaña proselitista.
Por otro lado, el artículo fue fuertemente criticado por intelectuales de la oposición, fueran o no cercanos al mesismo. Algunos esgrimieron argumentos; otros me atacaron personalmente. Aquí trataré de responder a los primeros y también daré una explicación de mi evolución personal respecto a los asuntos que se tratan en el texto.

Una línea de objeciones tiene matiz metodológico: mi artículo –se ha dicho– no puede llamarse “sociológico”, porque carece de “base empírica” o de “conceptos claros” sobre las clases y los grupos étnicos de los que hablo.

Muy bien, pero ¿qué es “empírico”? Desde ya que descreo de la descripción funcionalista de lo empírico como aquello que puede medirse. No es posible cuantificar lo étnico en las relaciones sociales, y sin embargo este factor constituye un importante objeto de estudio (empírico) de la sociología. Para trabajar con él se puede recurrir a observaciones históricas, lingüísticas, literarias y etnográficas. Por supuesto que nada de esto se encuentra desplegado en “Sociología del mesismo”, hubiera sido imposible que así fuera, pero en cambio lo atraviesa de un modo u otro.

Lo dicho

Las sociedades están constituidas por distintos tipos de grupos sociales. Uno de ellos es el de los “grupos de estatus” (Max Weber). Estos no son clases económicas, definidas por el mercado, sino agrupaciones de carácter simbólico que se definen por sus modos de consumo y estilos de vida. Y en algunas sociedades, como la boliviana, por su etnicidad. Desde el nacimiento, los bolivianos pertenecen a un determinado estatus étnico, lo que significa que se insertan en el sistema social en un espacio cargado (o descargado) de prestigio. Debido a razones históricas en las que no puedo detenerme aquí, el estatus más prestigioso ha sido siempre el blanco y el menos prestigioso, el indígena; esto ha impulsado constantemente procesos de distinción entre unos y otros bolivianos: procesos de ascenso o “blanqueamiento”, de discriminación de arriba a abajo y de racismo.

El grupo de estatus blanco es homólogo, pero no equivalente, a las clases económicas más elevadas. Esto significa que en algunos casos el prestigio del estatus está en contradicción con los medios (precarios) de obtención del sustento, como se ha visto muchas veces retratado en el arte nacional, desde La Chaskañawi a Zona Sur. Todo esto es elemental, pero debo recordarlo porque algunos de mis críticos parecen no haber entendido muy bien qué es lo que finalmente dije del mesismo.

Puse especial cuidado en mis palabras, pero no sirvió de nada. Escribí que el “núcleo” fundador y dirigente de este movimiento político (sin anticiparme a lo que este vaya a ser en el futuro) pertenece a un determinado sub-grupo de estatus, la intelligentsia blanca. Por eso recibí varias reprimendas, alegando que ni un estudiante de ciencias políticas tomaría en cuenta solamente lo aparente y no los acuerdos (quizá secretos, ya que nadie parece conocerlos a ciencia cierta) que Mesa está negociando con una serie de dirigentes populares, etc. Compréndame usted: ¿cómo puedo lidiar con el resultado de lecturas de mi artículo hechas a la rápida y con el solo propósito de “contestar”?

En todo caso, obedeciendo al muy empírico sentido de la vista, nadie ha negado mi descripción del “núcleo mesista” como “intelligentsia blanca”. Solo se ha rechazado que esto tenga importancia política o sociológica. Yo creo lo contrario, en especial porque el medio de extensión y crecimiento del grupo, la “búsqueda de los mejores” o “meritocracia”, condena a éste a repetirse a sí mismo, a engrosarse pero sin trasponer barreras, enquistado como “élite blanca”. La razón es que la educación elitista, que es la única que produce a los “meritócratas”, admite apenas a representantes de otros estatus distintos que el blanco.

Ahora bien, no es exagerado decir que un grupo blanco que no ve necesario ampliarse hacia otros grupos de estatus (la respuesta de Carlos Mesa a mi artículo, en una entrevista con Los Tiempos, ha sido algo así como ‘representamos orgullosamente a la clase media’) carece de sensibilidad identitaria. Por eso en mi artículo relacioné el mesismo con una larga tradición de élites políticas que se vieron a sí mismas, aristocráticamente, como superiores a los demás estatus, en concreto a los “cholos” (belcistas, liberales, saavedristas, emenerristas, etc.)

Lo que faltó decir

Lo que me faltó decir –y estoy dispuesto a asumir esta ausencia como un error– es que existe una importante distancia entre el discurso de los grupos de esta tradición política, que no tuvieron ningún problema en hablar de las identidades étnicas que ellos representaban y de las que despreciaban, y que por tanto hicieron un discurso “politizador del estatus” o estamental, respecto al discurso de las élites políticas blancas post-52, inclusive el mesismo. Éste más bien pretende ignorar la existencia de residuos estamentales en el país, metiendo a todos los sectores poblacionales en la misma bolsa, la del “mestizaje”, y rechazando la reflexión sobre la identidad que se plantea en términos de diferenciación, desigualdad y lucha (cfr. La sirena y el charango, de Carlos Mesa).

Dicho de otra manera: es evidente que el mesismo, a diferencia del falangismo, el rosquerismo, el antisavedrismo, etc., no despliega una retórica inferiorizadora de lo cholo y lo indígena. Pero, como defensor del “mestizaje”, el mesismo inviabiliza las estrategias de ascenso y lucha por poder simbólico de cholos e indígenas, negando la existencia de puestos simbólicos y de capital étnico que disputar, toda vez que “todos somos mestizos”.

Ya dije esto en la presentación del citado libro de Mesa, a la que fui invitado como comentarista. Mi discurso se publicó en una revista ya desaparecida, Crónica y Buen Gobierno, que dirigía José Antonio Quiroga.

Desde el multiculturalismo…

En los años 90 la supuesta solución uniformadora del mestizaje se flexibilizó gracias a la introducción del multiculturalismo, una innovación del liberalismo que entonces era el último grito de la moda y que yo abracé con entusiasmo por más de una década. El multiculturalismo (lo “plurimulti”, como fue conocido) reconocía el derecho de ciertos grupos a sentirse distintos de la cultura nacional, castellana y cristiana: derecho a la diferencia que, sin embargo, no consideraba la diferencia como hecho material, sino como subjetividad. El multiculturalismo definía la identidad como un constructo subjetivo y multifacético, resultado de la “autoidentificación”, es decir, de la adscripción individual y libre, alternativa o simultánea, a una amplia diversidad de posibilidades identitarias (Amartya Sen).

El multiculturalismo, como doctrina liberal, rechazaba que se asignara a la identidad una densidad material o, con más precisión, corporal; consideraba este tipo de atribución “esencialista” y por tanto peligroso para la convivencia pacífica como había mostrado la experiencia del totalitarismo racial en Alemania y de las guerras étnicas en diversas partes el mundo. La identidad multicultural debía poder construirse y deconstruirse para formar parte del proceso de individuación en el que los liberales depositan sus esperanzas de alumbrar un mundo racional.

Desde esta posición critiqué las propuestas de Álvaro García Linera, de Félix Patzi y otros sobre un Estado Plurinacional completamente aliberal (Conversión sin fe. El MAS y la democracia). Esa idea fue, como se sabe, dejada de lado por la Asamblea Constituyente (2006-2008) y sustituida por el diseño de un Estado combinado, con una mayoría de instituciones liberales y representativas y una minoría de instituciones y prácticas aliberales orientadas a la discriminación positiva de los indígenas.

Inicialmente rechacé también esta transacción, este híbrido constitucional, en nombre del purismo ideológico, sin ver que, por casualidad o sabiduría negociadora, se había logrado una fórmula que tenía múltiples virtudes: respaldaba simbólicamente a los perdedores del pulso de las identidades, con el propósito de equilibrar tal pulso mediante la superación de la herencia estamental (“descolonización”); al mismo tiempo, evitaba el apartamiento y la exclusión de los tradicionales ganadores de la confrontación civil, los blancos, como los planteamientos que García Linera, Patzi y otros parecían haber buscado.

…hasta el Estado Plurinacional 

No comprendí entonces, pero sí después, trabajando entre 2010 y 2015 en un puesto que me exigía “pensar fuera de la caja”, la Fundación Pazos Kanki, que tal como estaba codificado en la Constitución, el Estado Plurinacional era una solución idónea para nuestras necesidades, ya que, más allá de sus indudables defectos de detalle, implicaba por primera vez en la historia de Bolivia una valoración distinta de los capitales étnicos: en los hechos aumentaba el prestigio de los estatus indígenas y populares-cholos, sin necesidad de crear para ello instituciones excesivamente sesgadas, de tipo revanchista, en contra de los blancos.

El Estado Plurinacional no había alterado el funcionamiento mayormente liberal del país y había flexibilizado pero no eliminado los principios de igualdad política y de igualdad ante la ley. Por eso propuse al empresario y político Samuel Doria Medina, creador de la mencionada Fundación, que defendiera esta fórmula frente a los partidarios del mestizaje como panacea y a otros que pretendían (¿y pretenden?) eliminarla por su inclinación purista de “volver a la República”, es decir, a un ordenamiento político puramente liberal.

Como producto de este diálogo, en los debates de la formación del “frente amplio”, que se suponía concurriría a las elecciones de 2014 en representación de la oposición, Doria Medina postuló la conservación del Estado Plurinacional frente a personajes como Ricardo Calla, Jorge Lazarte y Germán Gutiérrez, que rechazaban los derechos especiales indígenas, creían que era suficiente mejorar la normativa liberal para incluir a los cholos e indígenas, no querían ceder un centímetro a las formas aliberales de representación y gobierno y finalmente pensaban que la burocracia estatal debía ser seleccionada por vía meritocrática y no por “cuoteo étnico”.

En esta discusión, algunos de estos políticos, aunque se decían de izquierda, mostraban una actitud “señorial” como la que en mi artículo atribuyo a la intelligentsia política. (Algunos hoy forman parte del mesismo). Estos políticos creían o pretendían creer, kantianamente, que el principio de la igualdad ante la ley debía cumplirse aunque luego se incendiara el mundo.

Una versión algo bufa de esta posición fue dada hace poco por el mesista Ignacio Vera de Rada, en su artículo “Diez años de la Constitución Política”, publicado en El Deber. Vera de Rada criticó que la Constitución no trate de igual manera a hombres y mujeres, al establecer para las segundas el derecho exclusivo a ser protegidas de la violencia doméstica…

Ya en serio, hay que tomar en cuenta que la Agenda del 21F, documento fundacional de la plataforma Una Nueva Oportunidad, que hoy es un importante componente del mesismo, no hace ninguna mención a los temas identitarios, como hice notar en su momento.

Como se ve, no he cambiado recientemente mi visión sobre las cuestiones identitarias por alguna razón de tipo personal, como muchos creen, sino que he atravesado un largo proceso de corrección ideológica cuyas diversas etapas sería posible documentar (si fuera interesante hacerlo, que no lo es).

Contra las injusticias étnicas

Ni el retorno al “mestizaje” ni el multiculturalismo bastan para construir una nación y una comunidad bolivianas que acojan a todos y que los emancipen de sus miedos y desconfianzas hacia los otros. Los cholos e indígenas bolivianos se hallan oprimidos política y socialmente, no por lo que eligen ser, sino por lo que no se les deja ser en razón del componente “duro” de su identidad, aquel que no está sujeto a la decisión individual: el fenotipo. (Es cierto que éste se resignifica constantemente, que no es blanco quien realmente lo es, sino quien puede hacerse valer como tal por medio de la disposición de capitales educativos y económicos; sin embargo, el fenotipo cuenta y hay identidades, las más apetecidas, que no se puede lograr por la vía de la autoidentificación).

Por eso no basta la uniformización de las instituciones políticas (leyes iguales y trato igual para todos); hay que flexibilizar el carácter universal de estas instituciones, sin eliminar tal carácter, para responder específicamente a las injusticias étnicas y “compensar” a las identidades maltratadas históricamente. Esto es algo que debemos apreciar de la reforma constitucional y de otras medidas tomadas durante el “proceso de cambio” y que necesitamos conservar y mejorar en el futuro. Por otro lado, la burocracia actual es quizá más ineficiente y más corrupta que la burocracia que había en el pasado, aunque esto es discutible, pero en todo caso es una burocracia que se parece más al país tal como éste es. Mejorarla no debe significar quitarle su cárter plebeyo, so pretexto de “meritocracia”, porque esto la volvería a desarraigar y afianzaría el dominio estamental blanco del Estado, lo que, a su vez, desestabilizaría los equilibrios étnicos ya logrados o la posibilidad de conseguirlos.

El MAS ha hecho importantes avances en el terreno identitario, quizá los más importantes de la historia del país, empoderando a unos sin dejar que se produzcan demasiadas o muy duras luchas revanchistas en contra de otros, y canalizando la energía de los sublevados por vías institucionales y pacíficas. Seguramente la historia le reconocerá esto con mayor generosidad que las generaciones presentes.

Es cierto que, a esta altura, la capacidad transformadora de lo realizado se ha agotado y se necesita una nueva oleada de reformas, no “post-identitarias”, como ha propuesto Diego Ayo, sino “post-constitucionales”; concretamente, reformas en los terrenos educativo y económico que logren que los espacios de decisión económica y las clases profesionales más elevadas se “encholen”, como ya lo han hecho las élites políticas. El MAS no puede realizar estas reformas, pues no cuenta con la voluntad política ni la hegemonía necesarias para hacerlo. El discurso identitario del MAS está exhausto y no se recuperará excepto si se trata de destruir el Estado Plurinacional y entonces se provoca una reacción defensiva en los indígenas y los sectores populares, que podría ser aprovechada por este partido.

Me he extendido muchísimo en esta intervención, no por querer “tener la última palabra”, sino para mostrar la dimensión de los temas implicados en el debate sobre el mesismo. Este debate, en el que ya tantos han participado, tendrá sentido si ayuda a esta corriente a pronunciarse inequívocamente en respaldo del Estado Plurinacional y la igualación de los capitales étnicos de los bolivianos, y a mostrar una genuina disposición a compartir el poder con representantes cholos e indígenas. Me mantengo a la espera, y a la vez esperanzado, de este urgente pronunciamiento.

Fernando Molina es periodista y escritor.



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