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18/02/2019
El Compás

¿Ciencia en la política? El liberalismo tecnócrata

Fernando Molina
Fernando Molina
Acaba de publicarse un artículo que asimila la mala ciencia (la creencia en que la tierra es plana) y la mala política (la creencia en que los modelos y los líderes venezolanos y cubanos son buenos y justos). Se pregunta por qué estas creencias siguen existiendo, pese a que es fácilmente comprobable que son erradas. (“¿Es plana la tierra?”, de Juan Cristóbal Mac Lean, en Los Tiempos del 15 de febrero).

En apariencia enfrentamos el mismo problema en ambos casos –el astronómico y el político–, pero no es así. Hay una diferencia fundamental entre ciencia y política. La primera solo admite juicios de hecho; la segunda, admite también juicios de valor. En consecuencia, si bien es posible demostrar/probar/verificar que la tierra no es plana, en cambio no es demostrable que los gobiernos radicales de Venezuela y Cuba sean malos e injustos.

Aquí será mejor aclarar que “demostrable” no significa lo mismo que “verdadero”. Yo pienso que estos gobiernos son en verdad malos e injustos, pero no puedo ni pretendo poder demostrarlo. ¿Por qué? Porque los juicios de valor, que pueden ser verdaderos o falsos, en cambio no pueden probarse como tales. El juicio “el socialismo (en general) es negativo para la humanidad” no es ni puede ser científico, ya que ningún experimento ni ninguna comprobación ni ninguna deducción lógica nos permite verificarlo. El juicio “la tierra es esférica”, en cambio, igual que cualquier otro juicio de hecho, puede comprobarse o tratar de comprobarse en cualquier momento, tanto si esto se consigue como si no.

Ahora bien, hemos dicho que en la política se emplea juicios de valor. Pero no hemos dicho que en ellas no existan juicios de hecho. Igual que respecto a la naturaleza y la sociedad, respecto a la política y la ética es posible formular juicios susceptibles de verificación. “Las medidas tomadas por el gobierno chavista en agosto pasado no detuvieron la inflación, que sigue desbocada” o “las condiciones de vida de los barrios populares de Caracas han disminuido durante la crisis”, son ejemplos de estos juicios, los cuales podemos comprobar.

Haciendo sistemáticamente este ejercicio podemos llegar a ser capaces de formular un juicio general (de hecho) sobre el gobierno venezolano, adecuado a la realidad de este. Podemos decir entonces que “la situación de Venezuela, medida de tal y cual manera, indica que el gobierno de este país es inepto y corrupto”, siendo éste un juicio científico. Pero al mismo tiempo no podemos afirmar, como si se tratara de un juicio científico que “el gobierno de Venezuela es malo e injusto”. Este salto no es posible porque requiere de juicios de valor, que son indemostrables. En contra se podría afirmar que las medidas de Maduro, aunque afianzaron la inflación y fueron ineficaces, buscaron impedir la desigualdad y por tanto fueron justas; o se puede argumentar que, comparada con la gestión de los partidos venezolanos tradicionales, la de Maduro es mucho mejor para los pobres y para la soberanía nacional, etc.

Ahora bien, en la práctica no solo discutimos sobre juicios de valor, sino también sobre juicios de hecho, como muestra que se conserve la creencia sobre la planitud de la tierra. Siempre habrá gente mal informada y habrá diferentes formas de presentar y de valorar la información; y esto será aún peor cuando se trate de asuntos en los que sea difícil encontrar datos (cuando también estos estén sujetos a pugnas), y haya factores externos cuya influencia sea difícil de ponderar exactamente (como el efecto de las sanciones de EEUU sobre la economía de Venezuela). Sin embargo, aun así, el carácter de la discusión sobre los juicios de hecho es fundamentalmente distinto del carácter de la discusión sobre los juicios de valor. Solo esta segunda resulta irresoluble, mientras que la primera admite siempre, así sea en términos potenciales, una solución.

Un liberal, Isaiah Berlin, planteó que la coexistencia y competencia de valores opuestos, por el rechazo a tratar de reducir unos a otros, es una característica de las sociedades democráticas. Al mismo tiempo, la característica de los totalitarismos es el intento sistemático de reducir unos valores a otros que se consideran los únicos verdaderos (es decir, en las sociedades modernas, los únicos científicos).

Sin llegar a tanto, los autoritarismos semidemocráticos desprecian esta cuestión de la irreductabilidad de los valores. Suponen que la falta de uniformidad y de acuerdo sociales es subsanable, se debe a fallas en la educación, y que si estas son superadas los ciudadanos dejarán de lado los valores no recomendables y adoptarán los que sí sean “correctos”. ¿Pero cómo saber si la libertad es más correcta (verdadera) que la igualdad, o si la justicia es más correcta que el respeto a la vida?

Los valores no son objeto de conocimiento; son objetos de procesos culturales. Uno de ellos es, por ejemplo, el de la “hegemonía” (teorizada por Gramsci que a menudo la considera sinónimo de “consenso”). Por tanto, la falta de acuerdo entre libertad, justicia, igualdad, etc., no es completamente subsanable nunca; los valores que hoy están en auge probablemente perderán importancia en el futuro y viceversa, dependiendo de las circunstancias.

Sería erróneo considerar la generalizada opinión sobre la redondez de la tierra simplemente como una opinión “hegemónica”, es decir, que deriva su veracidad del consenso que sobre ella muestra la sociedad moderna (a pesar de lo cual, algunos epistemólogos contemporáneos lo creen así; son los relativistas extremos...).

No es erróneo, en cambio, señalar que el predomino de un valor en determinada época o sociedad solo proviene de un consenso temporal y por tanto puede desaparecer cuando este consenso se modifique y otro valor adopte la posición hegemónica.

Esta constatación es uno de los fundamentos de la democracia, la cual permite la circulación, por así decirlo, de los valores. Cualquier estructura más rígida impide que haya cambios en la hegemonía axiológica, paralizando a las sociedades, o impide que estos cambios fluyan de forma pacífica, propiciando la crisis y la revolución.

El carácter autoritario del marxismo proviene de su autopercepción como “ciencia”, como señaló de forma pionera uno de sus primeros críticos, Eduard Bernstein. Con dicha crítica Bernstein fundó el socialismo democrático, que parte del liberalismo como principio filosófico y de la democracia como premisa política. Bernstein creía que ciertas luchas lideradas en su tiempo por los liberales no cumplían sin embargo con el principio liberal, porque no conducían a una mayor libertad individual, sino a su disminución. Eran luchas que defendían al capital antes que al individuo y su libertad. Al mismo tiempo había luchas socialistas que sí expresaban el principio liberal, ya que buscaban expandir el espacio social del individuo; eran las planteadas por el sufragio universal, la participación de las mujeres y la ley laboral.

La actitud de Bernstein era, en el mundo de los socialistas, la que prescribe Berlin: aunque trató, por medio de la educación y la propaganda, que los valores en los que creía fueran hegemónicos, nunca subestimó, despreció y mucho menos pensó en eliminar los valores de los otros. Así que se enfrentó al “socialismo científico”. En realidad, la base de la argumentación “revisionista” de Bernstein consistía en la afirmación de que si el socialismo pretendía ser “científico” se volvería dogmático. Sus previsiones y deseos se convertirían entonces en “leyes” que se considerarían comprobadas.

Esta profecía y otras de Bernstein se cumplieron pocas décadas después de que fueran realizadas, a principios del siglo XX.

En el mundo de los liberales también hay una importante tendencia “científica”, que yo llamo liberalismo tecnocrático. Este tipo de liberalismo, mayoritario en Latinoamérica, desprecia los valores socialistas y de izquierda por considerarlos irracionales. Pretende erradicarlos de manera definitiva de la mente de la humanidad. Al mismo tiempo, cree que los problemas sociales existen por culpa del error de quienes sostienen valores no liberales. Y consideran, en consecuencia, que las políticas públicas liberales son “correctas”, en el mismo sentido en que consideramos correcto que la tierra no es plana.

Una afirmación típica de los miembros de esta corriente es señalar que los economistas keynesianos no solo están errados, sino que ni siquiera son economistas. O señalar que el hecho de que el liberalismo tecnocrático haya perdido poder después de los años 90 del siglo pasado se debe a que este no supo explicar bien sus propósitos y a la pervivencia de ideas “atrasadas” y a “mitologías” en la mentalidad de la población.

En el último tiempo el liberalismo tecnocrático se ha aliado con el conservadurismo moral, por ejemplo dentro del gobierno del presidente del Brasil, Jair Bolsonaro. Aparentemente, la causa de esta alianza es la desesperación por romper su aislamiento y superar la hegemonía de los valores de izquierda durante las últimas décadas.

Pero, ¿por qué preferir unos valores antiliberales, los de la ultraderecha, en lugar de otros valores antiliberales, los de la izquierda? La respuesta es doble. Por un lado, los conservadores se han hecho liberales en economía hace mucho tiempo. Así que su gobierno puede permitir que los tecnócratas liberales también gobiernen, un incentivo que en política nunca debe menospreciarse. Por otro lado, el liberalismo tecnocrático ha abandonado el objetivo de lograr la hegemonía de los valores liberales a través de la política, ya que, siendo cientifista, su objetivo real ha terminado siendo otro: la administración técnica de la sociedad, que supone primero que todo la retirada del Estado de ella.

El liberalismo tecnocrático odia al Estado más allá de toda medida y al mismo tiempo es indiferente moralmente o, en el peor de los casos, ha adoptado la moral de la extrema derecha, para así poder triunfar sobre los socialistas, congraciándose con los que pueden llevarlo al poder. Adquiere así un formato bastante parecido al criticado por Bernstein: aunque pretenda actuar en nombre del principio liberal, en realidad solo expresa las necesidades políticas de la élite social.

Existen otras tendencias liberales, pero de poca influencia en Bolivia, pues aquí el liberalismo ha tenido un fuerte sesgo tecnocrático desde su reaparición, en los años 80, como ideología de las élites económicas e intelectuales del país.

Quien esto escribe se sumó a este tipo de liberalismo en los años 90. En ese tiempo considerábamos los valores igualitarios y colectivistas (nacionalistas, por ejemplo) como superados por la globalización. En realidad, como comprendimos después, solo habían perdido la hegemonía de la que gozaban antes.

La ejecución tecnocrática del programa liberal, arrogante y dogmática, impidió que los liberales establecieran alianzas con los sectores portadores de los valores antinómicos, para lograr un consenso político menos volátil y de más largo plazo. El purismo neoliberal -su aspecto tecnocrático- condujo a creer en la superfluidad de estas alianzas.

25 años después, no podemos volver a pensar lo mismo, excepto si, por necedad, no hubiéramos aprendido nada de la revolución antiliberal de 2003-2009, o, por oportunismo, pretendiéramos no haberlo hecho.

Fernando Molina es periodista y escritor.



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