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29/08/2018

Adiós al palacio barroco

La inauguración de la Casa Grande del Pueblo el pasado 9 de agosto, ha despertado una serie de reacciones, desde las más reflexivas, hasta los más racistas, que dicen que no es algo bueno, porque su construcción fue ideada por un indio, refiriéndose al presidente Evo Morales. Otro grupo de ciudadanos pide que se reconozca al Palacio Quemado como un lugar histórico patrimonial, y creo que eso está implícito cuando se anuncia que muy pronto se convertirá en un museo, accesible para todos los pobladores.

Lo más importante de la Casa Grande del Pueblo es que ha logrado desvalorizar el lugar central y colonial de la ciudad de La Paz: la plaza Murillo. La ubicación y la construcción de la Casa Grande del Pueblo, a pesar de estar en el centro histórico, han puesto en crisis el símbolo del poder de la ciudad de La Paz: el kilómetro cero de la plaza Murillo. Hay que recordar que este espacio, como el de muchas otras ciudades latinoamericanas fundadas por los españoles, alberga a la plaza principal o plaza mayor de la urbe, cercada por la Catedral, la Gobernación y la Asamblea Legislativa. Para los que reclaman que el Poder Ejecutivo ya no ejerza desde el Palacio Quemado, resulta importante precisar que las ciudades latinoamericanas fueron fundadas sobre otras ciudades, sobre las wak’as o lugares sagrados ancestrales. Hay muchos ejemplos de ello como Tenochtitlán en México, Cusco en Perú y nuestro Chuqiyapu marka.

Para los colonizadores, Abya Yala o América era un continente casi vacío, casi sin población ni cultura; y para ellos, la escasa población y su bajo nivel de civilización eran desdeñables. Así se constituyó la mentalidad fundadora. Es decir, se trató de implantar casi todo sobre la casi nada, sobre una naturaleza que se desconocía, sobre una sociedad ancestral a la que se pretendió aniquilar, sobre una cultura que se daba por inexistente. La ciudad se convirtió en un reducto europeo en medio de la nada. Así se organizó el sistema político y administrativo colonial, los usos burocráticos, el estilo arquitectónico, las formas de vida religiosa, las ceremonias civiles… de modo que la nueva ciudad comenzara a funcionar cuanto antes, como si fuera una metrópoli europea extendida, ignorante de su contorno, indiferente al mundo subordinado de los indios, de los negros al que se superponían.

A pesar de este proceso de colonialismo triunfalista, el peligro de un levantamiento de los indios se mantuvo latente en muchas ciudades y obligó a sus pobladores a mantenerse en pie de guerra. Por eso crearon la ciudad-fuerte, la ciudad-fortín, que les garantizaba la unión del grupo colonizador, la continuidad de sus costumbres, y el ejercicio de la vida “noble” que se había grabado en su memoria de emigrados. En síntesis, así se construyó la sociedad barroca colonial, escindida en privilegiados y no privilegiados. La idea de ciudad-fortín también fue aplicada a la ciudad de La Paz, ¿acaso no se convirtió en fortín frente al levantamiento de Túpac Katari-Bartolina Sisa en 1781; así como durante las movilizaciones indias y populares contemporáneas?

Esa idea de ciudad-fuerte fue el justificativo para que los indios no ingresen a la plaza Murillo. ¿Será que aquellos que se lamentan de que el viejo Palacio de Gobierno ya no se utilice añoran estas causas coloniales y racistas?

El desmarque de la Casa Grande del Pueblo no solo es físico y arquitectónico, sino fundamentalmente es descolonizador, frente a un emblema que hasta hace poco representaba el ejercicio del poder político central fundado por la colonización y continuado por sus seguidores.

Esteban Ticona es aymara boliviano, doctor en Estudios Latinoamericanos y docente en la UMSA. Columna publicada originalmente en La Razón



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